A un año de distancia (I)


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Hoy, 3 de marzo de 2014, cumplo un año de vivir en Estados Unidos. Y en ese tiempo que se confunde entre lo lineal y circular, recuerdo a una muchacha llena de sueños, dibujando con el dedo índice la silueta de las nubes sobre la ventana del avión, entrando por las cristalinas puertas de Atlanta, aterrizando en Albuquerque, Nuevo México, en el impacto del aire del desierto que a mi piel dio alergia. Y la sonrisa rubia de Tatiana en medio del parqueo era una luz cálida que me recibía y me conducía a su hogar. Estuve tres días con ella y su gato mientras aprendía a caminar —como un niño que da sus primeros pasos—, a reconocer las señales de tránsito, la geografía, las reglas de una ciudad con vida y caos propios que me condujeron a Sigma Chi Road; esa letra del alfabeto griego que representaba mi nuevo mundo. A esa calle regresaré después.

La primera noche en casa de Tatiana, escribí a Margaret Randall, porque ella vive en Albuquerque, y meses atrás me había tocado presentarla (leí un texto mío sobre su poesía) en un recital que ella ofreciera en Masaya. Al contarle en aquella ocasión de mi futuro viaje a Nuevo México, me indicó que cuando llegara le escribiera. Me contestó y me invitó, al día siguiente, a un recital que tendría en Chatter Sunday. Tatiana me dio raid. Entré, escuché música clásica en vivo y saludé a Margaret y a Barbara, en un escenario de cortinas negras e iluminación perfecta, con cientos de gentes alrededor.

Registré y escribí esos murmullos en Sigma Chi Road, en mi lugar: un sótano modesto y azulado con una ventana donde no me faltó ni luna, ni sol. Mis compañeros se sorprendían cuando entraban y me hablaban del Feng Shui. Me encanta el Feng Shui, pero visto ese pequeño sótano desde la distancia, comprendí lo feliz que había sido en el. Ustedes ya conocen los dichos de las viejas: “las personas hacen el lugar”.

Me levantaba de madrugada, preparaba una taza de café negro cargado y salía al patio trasero de la pensión a ver las Montañas Sandía y a respirar su aroma bajo el nuevo sol.

Caminaba a mis clases, cruzaba la calle, pasaba por un hermoso estanque de patos, contaba los árboles que rodeaban ese sendero, doblaba a la izquierda y saludaba las inmensas columnas de la biblioteca Zimmerman, subía las escaleras con frases en sus peldaños, observaba las sillas, mesas y sombrillas metálicas de la cafetería, entraba a Mesa Vista Hall. Elegía a diario el ascensor por mi mala costumbre de cargar libros, cuadernos y laptop, como si el mundo se fuese a acabar, pero yo tendría siempre esos libros conmigo, incluso en ese momento. Así iniciaba el sumergirme en las diversas realidades proyectadas por la pizarra blanca. A esa pizarra regresaré después.

Un profesor con su marcador azul, “bright blue”, escribía una palabra que nos llevaba a otra y otra y otra y saltaba en la cabeza de un estudiante y en la mía y volvíamos al punto inicial para concluir.

A tres semanas de mi llegada, un jueves 28 de marzo de 2013, Ken nos llevó, a Camilo y a mí (ambos becarios de Fulbright) a Taos. Una ciudad al norte de Nuevo México, cerquita de Colorado. Conocí la nieve y los árboles Aspen que en español traducen Álamos (de esto último no estoy tan segura, pues he caminado dos veces por la alameda en Santiago de Chile). Ken subía las montañas hacia a Taos Ski Valley y se detuvo cuando los primeros montones de nieve cubrían las orillas del pasto y del río. Yo estaba realmente muy emocionada, como casi todos los latinoamericanos cuando conocen la nieve. Me bajé, la toqué, la olí y hasta hice una bola con ella mientras Camilo me tomaba una foto.

Pero me salté la primera parte, mi memoria no es lineal. Salimos de Albuquerque muy de mañana y conversamos durante el viaje, de Colombia por Camilo y de Nicaragua por mí. Ken hizo paradas en algunos paisajes típicos y lugares históricos, en los arbustos que evocaban al correcaminos y a Bugs Bunny cada vez que se perdía y exclamaba: I knew I shoulda taken that left turn at Albuquerque.

Nos detuvimos en una escuela de Taos Indian Pueblo donde Camilo y yo realizamos presentaciones sobre nuestros países a los estudiantes nativo-americanos. Más tarde, repetimos nuestra charla, ahora en un aula de UNM. En esas aulas, a través de una serie de láminas, con textos y fotos, resumí la historia de mi país. Tuvimos, también, el honor de conocer a Andrea Heckman, quien compartió con nosotros su trabajo en Perú, su pasión por los textiles que se refleja en uno de sus documentales Woven Stories: Andean Textiles and Rituals.

Veo un cielo claro y un par de nubes: recorrimos Taos y sus construcciones como de arena del mar, como de un viejo pueblo que me refrescaba los pulmones y grababa en mí su sabor dulce, dulce como el pastel de chocolate que nos ofreció Teresa Dovalpage al calor de los cuentos sobre sus novelas y sus consejos para escribir.

En mi cabeza crecía un bosque espeso y verde oscuro, y lentamente, con cuidado, araba mis tierras y sembraba raíces de Aspen, Cottonwoods, Ponderosa Pine, Chinese Elms, Pine Pinon y Crabapples, para que las burbujas de oxígeno se multiplicaran y flotaran a nuestro alrededor. En una de esas burbujas, Ken, nos transportó a un vecindario que parecía una película de ciencia ficción: Earthship. Las casas hechas de materiales eco friendly poseían un sistema de agua que funcionaba con la lluvia. Imagínense ahora un muro inmenso construido de botellas de vidrio de diversos colores. Un mundo subterráneo y en armonía con el pulso de la tierra. Fue un fin de semana de grandes descubrimientos para una nicaragüense acostumbrada a un espacio y tiempo diferentes.

Descubrí el miedo a las alturas. El vértigo me sorprendió en Gorge Bridge; el magnetismo del abismo, poderoso e imponente; una extraña fuerza que desde su centro gritaba mi nombre. Sobre ese puente sentí la belleza de la muerte, la libertad de sus movimientos. Quería expandirme y caer con ella, con sus pestañas frías y encrespadas. Sobre ese puente estoy ahora. El vacío contempla mis andamios.

La luz del desierto de Nuevo México me ilumina.

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