La RAE entre cuentos de hadas


Leo

Últimamente, en esos momentos de ocio intelectual, me ha entrado la manía por reflexionar sobre ciertas cosas que quizá para la mayoría de los mortales carecen de la más mínima importancia, pero que a mí me llevan a cuestionar los aspectos más inusitados del sistema, todavía vigentes en pleno siglo XXI. Siempre me han llamado la atención aquellos puristas del lenguaje, para quienes la máxima autoridad, en esta materia, es el Diccionario de la “Real” Academia Española de la Lengua y el distinguido séquito que forman las otras publicaciones de esta emérita institución, dígase la Gramática, dígase la Ortografía, dígase el Pan-hispánico de Dudas. Solo falta que construyan un altar y le prendan siete velas a tan insigne y noble institución correctora que vela por el “buen decir” y el “buen escribir”, como lo hacía en su momento el sagrado Tribunal de la Santa Inquisición en lo que se refería a resguardar las “buenas costumbres” religiosas. Y es que si yo tengo la manía de andarme metiendo en lo que no me importa y donde no me llaman, los españoles tienen la manía de estarle poniendo a sus instituciones nombres relacionados con la realeza, triste resabio de su eterna Edad Media a la que parece que extrañan con nostalgia. ¿O acaso será que ese su inocente adjetivillo de “real” va más allá de emular la grandeza pasada de un reino que a finales del siglo XIX había quedado reducido casi a cenizas y, por el contrario, tuviera la intención retorcida de querer seguir extendiendo sus tentáculos de manera subterránea a la América hispánica, con la única finalidad de continuar el proceso de transculturización que comenzaron con la barbarie cometida hace más de quinientos años?

Conociendo un poco de las políticas españolas y su intervención en nuestras latitudes, el descarado nombre de “real” abolengo que tiene la máxima institución de la lengua solo confirma la actitud etnocentrista y europeizante en la que se inserta tan petulante institución, la cual pretende dictar la norma desde su trono para que sea obedecida por sus colonias aindiadas, con ayuda, claro que sí, de sus respectivas sucursales en sus distintos enclaves estratégicos. Si bien es cierto que esta “sagrada” institución se ha abierto más hacia sus fieles vasallos americanos en las últimas décadas y ha adoptado una postura más “democrática”, recopilando los usos y expresiones regionales, tal y como trataran de describir la compleja geografía continental los cronistas exploradores del siglo XVII; si bien es cierto que sus publicaciones constantemente son revisadas por todos y cada uno de los colaboradores a fin de actualizarse —y es un gran paso que los lingüistas hayan comprendido al fin que la lengua, al igual que la cultura, es dinámica—; si bien es cierto toda la riqueza idiomática que se ha ido y se sigue acumulando desde el malhadado “Siglo de Oro” —por cierto, gran parte de esa riqueza es un aporte americano, así como lo fueron las riquezas naturales que nos fueron expropiadas—; si bien son ciertos todos estos logros, mientras la Academia siga viviendo la fantasía de tener sangre azul, sangre borbónica quizá, su posición será la de eterna rectora de la lengua y, por tanto, controladora y fiel celadora de la cultura hispana. Más que un mito urbano, es una realidad latente que se manifiesta en la mayoría de empresas internacionales de traducción al español, en el que solo aceptan traductores de nacionalidad española, porque aún se considera como estándar la “castilla” —para muestra un botón con este otro nombrecito salido de la realeza— que se habla en España y no sus variaciones indias, aunque de sobra está decir que de este lado del globo hay muchos más hispanohablantes y, por consiguiente, contribuyen de manera más decisiva en el enriquecimiento de la lengua.

Qué diferente es, por ejemplo, el nombre de su homónima vecina y menos acomplejada. Me refiero a la Academia Internacional de la Cultura Portuguesa. En primer lugar, más que tener pretensiones de abolengo, se interesa por realizar una labor académica y científica que se hace notar en la mayor flexibilidad de las pautas que establece. Además de no tener ese pomposo calificativo de “real”, se reconoce como una institución de la cultura —nótese que no es solo de la lengua— “internacional”, por lo tanto, incluyente de todas las naciones que hablan portugués: Brasil, Angola, Mozambique, Portugal, Guinea Bissau, Islas de Cabo Verde y Sao Tomé y Príncipe —nótese también que no es Portugal quien encabeza la lista—. Aunque es cierto que su sede está en la antigua metrópoli y que se habla de cultura y lengua portuguesa —sería inútil negar el centro de irradiación de esta lengua, como sería inútil negarlo de la española—, el enfoque de su nombre es mucho más acorde con los vientos que soplan en nuestras épocas y no en nostálgicos recuerdos de un pasado que se niega a morir de manera testaruda y altiva, con toda la insolencia que muchas de las instituciones españolas creen que han adquirido por privilegio divino. Así que cuando intente aplicar de manera absolutista los axiomas dictados por esta “sagrada academia”, sería saludable que se cuestionara si con ello no contribuye, de alguna forma, al fortalecimiento de las estructuras de poder oficiales que nos han regido por más de cinco centurias.

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