En busca de una nueva metodología que vaya más allá de mimetizar una estética


Leo

El domingo asistí a la Universidad Popular para apreciar la presentación de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, con la expectativa de escribir un artículo sobre el montaje que el grupo Centauro está ofreciendo como parte de la mal llamada trilogía lorquiana que llevaron a escena y que comprende, además de esta pieza, Bodas de sangre y Yerma. Antes de continuar, hago la aclaración de que uso el calificativo de “mal llamada” no por mala voluntad, sino más bien para ser justo con el uso de los conceptos: una trilogía está compuesta de tres obras unidas por un hilo argumental, como sucede en el caso de la célebre Orestiada, de Eurípides (Agamenón, Las Coéforas y Las Euménides). No obstante, cabe aclarar que las piezas que componen este ciclo lorquiano presentan una unidad temática al explorar diversas formas de conflicto suscitado entre la mujer y el sistema patriarcal que la rodea. Sin embargo, este es apenas un paréntesis aclaratorio, pues la exposición de este artículo no pretende entrar en discusión entre el uso adecuado o no de un término.

Antes que nada, debo ser sincero que al caer el telón, todas las expectativas que llevaba habían desaparecido. Una mezcla de desilusión y duda sobre lo que debía escribir se apoderaron. En otras palabras, tenía la mente en blanco. Y no precisamente porque el montaje hubiese carecido de méritos. De hecho, me parece que entre muchas de las obras que se presentan en el medio teatral nacional —entre ellas, otros montajes de esta misma pieza, algunos de fecha reciente y otros que datan de más tiempo— es un trabajo bastante respetable y digno de ser visto. Como sucede con otros trabajos escénicos, los menos, en este era notable una dedicación y el cuidado en muchos detalles que crearon la atmósfera de opresión castrante, característica del universo dramático de Lorca, por lo menos del de Bernarda Alba. Cabe destacar también que, como sucede en otros montajes, durante el desarrollo hubo altibajos: escenas muy bien logradas (principalmente las escenas de grupo) que contrastaban con cierta forma plana de decir los textos, obvias falsedades en escenas violentas y el uso más o menos acertado de clisés para representar a los personajes.

La pregunta, entonces, era por qué de pronto no sabía qué escribir sobre este texto. Y pasé un par de días tratando de reflexionar cuál era la razón por la que este trabajo bien realizado, bien montado, no me invitaba a decir nada. Quizá en algún momento tuve miedo de pensar que todo lo que podía decir de Bernarda Alba o de Lorca, de alguna forma ya lo habían dicho; quizá tuve miedo de malinterpretar lo que todo mundo, dentro de determinados círculos intelectuales, conoce de Lorca; quizá tenía miedo de reproducir un lugar común, que de tanto haberse masticado en dichos círculos, quedó convertido en bagazo. Qué objetivo tiene, entonces, crear un artículo que aspira a ser crítico si al final de cuentas reproducirá lo que tantas bocas han dicho. Quería hacer un artículo sobre el montaje en sí y no sobre el texto, que ya ha sido analizado por los expertos de la literatura de este autor.

Esto me llevó a reflexionar sobre las formas como se preparan muchos montajes en el teatro occidental. De más está decir que me refiero a las formas tradicionales que conllevan un trabajo de mesa, un análisis riguroso de las motivaciones de los personajes y la realización sobre las tablas durante el proceso de ensayos. En este punto, creo conveniente aclarar dos cosas: la primera, que para nada me parece despreciable este método de trabajo; y la segunda, que tampoco me parece despreciable la forma como el grupo Centauro, su director y sus actores, asumieron la puesta en escena. A lo que voy es que, al final, aunque los resultados pueden oscilar entre mediocres y excelentes (y en esto ya no hablo exclusivamente del grupo Centauro, sino de la generalidad de colectivos teatrales), terminan siendo predecibles: la reproducción “arqueológica” de un texto teatral o, en el mejor de los casos, la replicación de la visión de un dramaturgo. Por supuesto que esto puede generar la aprobación en ciertos grupos intelectuales puristas, que entronan el papel del escritor a menoscabo del trabajo creativo del director y de los actores.

Si a mí me preguntaran si este grupo cumplió con el objetivo de reproducir el universo de Federico García Lorca, yo contestaría afirmativamente. De hecho, pensaría que lo hizo bastante bien. Sin embargo, de nuevo surge la duda: ¿por qué, entonces, es tan difícil escribir algo sobre la puesta en escena? Y ese es el punto central de este asunto.

La palabra clave, quizá sea, la actualización. Es decir, no poder decir nada sobre un trabajo porque no aporta una visión diferente a la planteada por el dramaturgo. Pero no se entienda como actualización al trabajo de hacer cortes sobre el texto, como es evidente que sucedió en Bernarda Alba. Tampoco se entienda como tal a la tropicalización del texto literario, en este caso concreto, la adaptación a un contexto guatemalteco que incluya el uso de regionalismos o la abstracción de los hechos a una época actual. A lo que me refiero es al sentido más profundo que pueda tener esta palabra, sentido que implica una relectura, una reinterpretación y una revalorización de los hechos y de las ideas propuestas inicialmente por el autor.

En otras palabras, la actualización implica hacer un nuevo enfoque, más actual, sobre el tema propuesto por el autor. Es obvio que la metodología tradicional para construir un montaje se queda corta cuando precisa actualizar el tema de la obra literaria. Es necesario abordar el trabajo desde otras perspectivas: hacer una investigación más profunda que vaya más allá de los límites del texto, incluso un trabajo social de campo. Y luego, cuando se tenga un contexto mucho más amplio, comenzar a construir la puesta en escena, pero no a la manera tradicional, sino a partir de la improvisación, incluyendo la información obtenida y relacionándola con las ideas planteadas en el texto original.

Puede que la metodología propuesta tenga muchos puntos en común con la trabajada en la creación colectiva. Puede, incluso, que sea funcional para algunos casos particulares y para otros no. Puede, también, que esta forma de trabajo no se ajuste exactamente al estilo de cada agrupación y se le hagan todo tipo de modificaciones. Sin importar el camino que se siga, en todo caso, la idea es que dentro del colectivo impere siempre una actitud investigativa con el fin de obtener resultados distintos a los propuestos por el dramaturgo. De lo contrario, los creadores escénicos estarán condenados a reproducir más o menos la estética del autor.

Claro que optar por una metodología que busque la actualización de un texto literario dependerá de las intenciones que el director o el grupo de actores tengan al realizar un montaje, puesto que no a todos los directores ni a todas las agrupaciones les interesa la creación escénica que explore formas novedosas de presentar un tema. Sin embargo, las ventajas de emplear un método que innove la propuesta inicial de una obra dramática canónica es que tiene la posibilidad de captar a una mayor cantidad de público que se sienta identificado con el asunto, permite descubrir aristas nuevas y renovadas de un texto masticado ya por todos, y contribuye a erradicar el mito de que los textos literarios tienen un carácter “sagrado”, condenándolos así a convertirse más en piezas de museo que en entes orgánicos. Además, es una oportunidad que se presenta a los creadores escénicos para aportar un punto de vista alternativo y novedoso al que se ha presentado oficialmente, ya sea por otras agrupaciones teatrales o por círculos eruditos afines, tales como los de la crítica literaria. Al fin de cuentas, el hecho teatral tiene una característica lúdica que le permite experimentar y “poner de cabeza” el universo.

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