Algunas razones para detestar el sistema educativo


Leo

Corría 2005 cuando comencé a trabajar en uno de esos colegios que le llaman “de ricachones” o de “niños bien”, sin haber aprendido la lección de experiencias anteriores tan amargas en este tipo de instituciones. Recuerdo bien que una mañana, mientras daba mi curso de literatura a estudiantes de cuarto bachillerato, la directora —cubana, ironías de la vida en un colegio que había adquirido todo el sistema de enseñanza gringo, en el que sin duda celebraban el 4 de julio y el thanksgiving, pero a las que afortunadamente no llegué porque era imposible que alguien como yo tuviera aquella resistencia militar— se agazapó en la ventana del aula para ver cómo impartía mi curso. Debo confesar que la actitud de esta rígida mujer no me sorprendió, pues desde el principio de año se nos había advertido que ella, personalmente, pasaba por las aulas supervisando cómo los catedráticos exponían sus clases. Claro, al principio uno entiende y hasta justifica esta falta a la libertad de cátedra tratando de ponerse en los pies del empresario de la educación: al final, es su negocio y deben velar, por decirlo de alguna manera, por el control de calidad del servicio que ofrece. Como yo no tengo nada que ocultar, aquella irrupción no causó en mí el menor desasosiego y proseguí mi clase viendo a la “balserita” como agua que corre en el río. Ya no recuerdo el contenido que estaba dando, pero tenía una estudiante que, al parecer, estaba bastante interesada en el tema. De la manera más espontánea y natural en que lo puede hacer un adolescente, dio su opinión respecto al punto que se estaba desarrollando y planteó algunas dudas que yo traté de responderle lo mejor que pude. Fue entonces cuando con cierta ira desenfrenada como de mujer insatisfecha sexualmente, la directora aquella intervino sin la mayor “educación” que ella tanto decía resguardar:

—¡Profesor, acaso usted no le ha enseñado a sus alumnos que es mala educación hablar sin levantar la mano y pedir la palabra!

Silencio absoluto. Yo le tuve que haber hecho una cara tan agria a aquella histérica mujer, que los ojos asombrados de los estudiantes iban y venían de mi cara a la suya, como esperando que comenzaran los cachimbazos. Era una suerte que, en aquellas épocas, todavía sabía contenerme y no le contestara con un par de palabras que la pusieran en su lugar y, al mismo tiempo, me pusieran a mí de patitas en la calle.

Y así seguían mis días monótonos, en aquel centro educativo que ostentaba el nombre de un destacado pedagogo europeo, entre coordinadores lambiscones, maestros aterrados ante la perspectiva de perder sus empleos y estudiantes más o menos desgarbados; cuidando recreos y soportando las caras y regaños de los coordinadores porque no me daba la gana exigirle a algún adolescente que se metiera la camisa entre el pantalón.

Con la excepción de tres o cuatro estudiantes a los que les llegué a tomar mucho aprecio, no lamento para nada cuando me echaron de aquel establecimiento, a causa de que un 75% de los estudiantes no habían logrado pasar el elaborado examen que me obligaron a pasarles, con tabla de especificaciones y demás artilugios que se han inventando en su candidez los pedagogos, para impresionar a los padres de familia. Lo peor era que no lograban rescatar a casi nadie ni porque los coordinadores hicieran un cálculo estadístico, puesto que los alumnos que aprobados habían sacado una nota muy alta y los desaprobados, perdedores, fracasados del sistema, tenían una nota muy baja. Por lo que hubo necesidad de subir de un solo y de la manera más descarada 40 puntos a todos los estudiantes que habían sacado menos de 40 puntos, para quedar bien con los padres de familia y reducir a dos o tres el número de fracasados del sistema.

Bueno, no es que yo sea un creyente fiel de nuestro sistema de evaluación y que me haya molestado mucho por eso. La molestia, en el fondo, había sido haberse tomado el tiempo para hacer esa inútil prueba y que, al final, resultara siendo un fiasco, como toda la farsa que representa el sistema educativo actual.

Me paso a explicar mejor: durante el tiempo que fui estudiante, más que formarme, la educación formal terminó deformándome y matando en mí todo indicio de creatividad. Todavía recuerdo la horrible rutina de levantarse a las cuatro de la mañana todos los días, de lunes a viernes, para bañarse con agua fría y caminar, todavía a oscuras, a la parada del bus camioneta. Afortunadamente, todavía viví los tiempos en que los niños podíamos viajar en bus y ser más independientes, sin que nos ahogara el excesivo sentido de protección que los padres de hoy en día ejercen en sus hijos, comprensible por la situación de seguridad en que vivimos, pero que en unos casos llega a ser exasperante y hasta enfermizo. Ese sentido de independencia es algo que puedo agradecerle a los mayores que me rodearon, no muy preocupados de mi seguridad y que afianzaron mis pies en la tierra desde una edad muy tierna.

Pero amén de eso, cuando veo en retrospectiva mi vida de estudiante, observo que en realidad fue terrorífica, casi como un thriller, y ahí un poco mi actual aversión de llegar temprano a mis compromisos matutinos. Es que de verdad era un abuso, principalmente cuando encontrabas maestros castrantes que te ponían absurdos horarios para todo y te obligaban a pintar, cuando querías dibujar; a dibujar cuando querías escribir; a escribir cuando querías leer; a leer cuando querías jugar; y a jugar cuando querías bailar. Y que ni siquiera se te fuera ocurrir dejar de hacer los deportes en los que te obligaban a competir o a la alienante catequesis donde te daban tu lavadita de cerebro luego que te barajeaban, en mi caso particular,  que la religión católica, era verdad absoluta e incuestionable.

Sin embargo, todavía fui afortunado, he de confesarlo. Años más tarde, ya como docente, me tocó ver a las pobres criaturas casi dormidas en el bus escolar, con un peso mayor que el que podía aguantar su propia existencia. Recuerdo que en ese momento pensé que si algún día tenía un niño, me negaría rotundamente a someterlo a ese tipo de tortura. Es que no hay derecho a que, encima de pedirles más útiles que a un estudiante universitario, les roben su niñez de la manera más agria que se la pueden robar a un infante.

Recuerdo que también, en una ocasión, cuando fui tutor de una jovencita que estudiaba en uno de los más prestigiosos establecimientos para niñas de Guatemala, la madre me contó en confianza que la mayoría de estudiantes de aquel sagrado colegio padecían de profunda depresión y algunas hasta jugaban con la idea del suicidio, ¿y todo por qué?, pues porque después de pasar estudiando casi ocho horas en el centro educativo —hasta en eso tuve suerte, pues en mi época eran cinco horas, ya de por sí demasiado largas—, tenían que volver a sus casas y pasar una tarde aburrida, haciendo tareas hasta la hora de la cena, para luego dormir. Y así eran la mayoría de días de su miserable existencia.

Hace unos días, una compañera de trabajo me contó que habíamos llegado al colmo. La competitividad y el prestigio que estos absurdos establecimientos quieren imponer no tienen límite. Resulta que ahora, hasta para entrar a Kínder, se necesita hacer examen de admisión. ¿Con qué criterios estos educadores modernos evaluarán a estas criaturas? ¿Y con qué solvencia moral determinarán quiénes sirven para seguir en la competencia superior que representa la educación parvularia y quiénes, para vergüenza ante sus congéneres, tendría que regresar de nuevo al maternal 1 por deficiencias?

Claro, puede que la pedagogía moderna también se haya puesto al servicio de un sistema competitivo, que divide a los estudiantes y los etiqueta sutilmente como ganadores y perdedores, desde que son pequeñas semillitas, reproduciendo así el sistema de relaciones laborales al que años más tarde se van a enfrentar. Al final, el mundo laboral es un mercado en el que sobreviven aquellos que se ajustan al sistema sin cuestionarlo. Por eso no me extraña que muchos de los modernos pensum hayan eliminado casi todos los cursos filosóficos y humanistas, y le haya dado prioridad a asignaturas tan pomposas y engreídas que corren con los nuevos aires de producción. Usted produzca y no pregunte ni para qué ni para quién.

Claro, alguien me dirá “pero los tiempos cambian, ahora hay que prepararse para trabajar, para competir”. Claro que sí, es algo que no discuto, ¿pero valdrá la pena dedicar y entregar la vida a un mundo donde la producción de bienes materiales es lo más importante y termina dándole sentido a la existencia, a sabiendas que la felicidad puede estar en otro tipo de cosas?

En realidad, hace algún tiempo me atreví a afirmar que el negocio redondo en nuestras sociedades  era la religión. Hoy lo pongo en tela de juicio. Por lo menos, están en franca competencia con el negocio de la educación. Este negocio puede ser más lucrativo, principalmente si junto a él se persigue satisfacer la necesidad de obtener estatus que los padres de familia desean.  Es probable, entonces, que el sistema educativo sea el realizador de esos sueños, el realizador de los sueños del futuro. Así, sí yo elijo tal o cual colegio, como padre podré ver realizado el sueño de que mi hijo o hija se codee con la flor y nata de la sociedad, tal y como no lo suelen pintar las telemierdelas mexicanas.

Y luego, cuando finalmente nuestras criaturitas se logran graduar a nivel medio, van directamente para una universidad privada, donde están condenados a seguir siendo tratados como retardados mentales, dispuestos a seguir su adormecimiento de conciencia.

Continuará, espero que algún día…

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1 Respuesta a "Algunas razones para detestar el sistema educativo"

  1. Tulior dice:

    Es cierto todo creo tambien que parte fundamental de lo que sucede con la educación es culpa de los padres quienes creen que en los centros de enseñanza es para «eduquen» a nuestros hijos dejandolos a su suerte y forzandolos a quedar encajonados sin pensar en preparar y formar en realidad se educa en la casa.

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