¿Soledad pediste?


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El problema de nuestra historia

La historia del arte se construye, desde fines de la Edad Media, a pesar del poder, y muchas veces en su contra. Si en sus inicios la obra de arte estaba destinada a la preservación de ideales colectivos e incluso a la crítica de los mismos, cuando el hombre moderno sustituyó las creencias religiosas por principios jurídicos el arte fue perdiendo su función moralizante y pedagógica, conservando la de ser sencillamente crítica.

La propiedad agraria fue lentamente sustituida por el capital como símbolo de poder y la capacidad bélica cedió ante la industria, de manera que las funciones del arte se vieron profundamente transformadas. Las obras que aún representaban ideales colectivos o estamentarios pasaron a ser calificadas como propaganda, panfleto o simplemente publicidad.

Desde nuestra perspectiva latinoamericana, sin embargo, esto no resulta tan claro: la propiedad agraria nunca fue completamente sustituida por la industria y el poder del capital siempre fue de la mano con el militar. Así, el arte que se realiza desde la periferia de los “centros de cultura occidental” puede muchas veces parecer «kitsch» al realizar su crítica de la sociedad, o se confunde con el spot publicitario cuando intenta abordar la contemporaneidad.

La soledad del artista latinoamericano es más bien una orfandad: producto de un larguísimo proceso de mestizaje y asimilación; no consigue verse reflejado por una cultura que desconoce en buena parte y tampoco puede hallarse en unas raíces que se niegan constantemente. El artista se ve entonces impedido si quiere conservar alguna función valedera frente a la sociedad al plantear el problema desde los orígenes mismos de la modernidad, o aún más lejos, en terrenos que son más propios de la psicología o la antropología, cuestión que resulta aún más complicada, ya que la validación esperada proviene de una cultura cuyo aprendizaje es deficiente y que, finalmente, ve con recelo.

Identidad e individuación

La filosofía griega, que se pregunta en sus inicios “¿qué es el ser?”, responde con una dualidad que resulta ser la base del pensamiento en Occidente, y ya sea que optemos por Heráclito y concibamos al ser como un flujo, o por Demócrito y lo busquemos en la materia, deberíamos notar que  ese tono impersonal y ontológico es más bien retórico, pues se expresa en términos que implican ya una abstracción hecha sobre la concepción de un “ser”, y una definición de “ser humano” como categoría.

Sería más honesto preguntarnos con Descartes “¿quién soy?”, pregunta que se sucede por el inevitable “¿qué soy?”. La identidad se define así desde posturas que resultan contrapuestas: por una parte, se refiere a lo que cada quien es a través de la familia, la sociedad y el estado (cultura), asignando a cada quién una personalidad y una estructura mental, mientras que por otra parte, es un enfoque sobre el “ser” como estructura física y condición biológica: sexo, talla, color, etcétera. Así se establece la contradicción que a través de los siglos ha caracterizado todas nuestras instituciones sociales: el ser se percibe como una continuidad histórica, individual, y al mismo tiempo como un cuerpo de duración finita, medible, cuantificable, suprimible.

La mayor parte de los “problemas de autoestima latinoamericanos” es resultado de la deficiente forma en que las instituciones reconocen a cada individuo.

Ser individual y ser gregario

En su origen etimológico, la palabra “civilización” significa lo mismo que “ciudadanía”. Esto es, perteneciente a una sociedad que delimita su entorno geográfico de una forma particular y designa a cada individuo un rol específico para garantizar la sobrevivencia del colectivo.

El desarrollo de una civilización y su consecuente modificación del entorno están ligados por la cosmovisión que nazca de cada sociedad. Si para los griegos de la antigüedad un ciudadano era otro semejante, todo aquél con quien se compartía un mismo espacio y cultura, para los romanos, en cambio, es simplemente otro habitante sujeto a la misma ley.

En principio las primeras edificaciones humanas, tuvieron como objetivo procurar la transmisión de los conocimientos que han hecho posible transformar la naturaleza. Templos, teatros o campos de juego, son anteriores a la casa de habitación, pues funcionan como referentes para toda una comunidad organizada que ve en ellos el reflejo de su cosmovisión. A las primeras ciudades, diseñadas a partir de concepciones religiosas y astrológicas, les sucede la ciudad imperial, donde el comercio ha reemplazado a la técnica como organizadora del espacio público y posibilita la existencia de una clase dominante que, desligada ya de los roles en torno a un tipo particular de trabajo, recrea para sí misma un sitio de esparcimiento. Los jardines, plazas, balnearios y cotos de caza nos hablan ya de una sociedad jerarquizada, con milicia, religión y comercio al servicio de una administración pública con tiempo de ocio, pero sin espacio para el mismo.

El culto al yo, promovido por esta forma de organización, produce una falsa sensación de “gregarismo”, pues aunque diversifique y fortalezca los lazos económicos termina por convertirse en una fragmentación de los individuos, que ante la diversidad de medios y estilos de vida no forman parte de ninguno. Quizá la inmediatez de la información está sustituyendo a la historia como forma de generar identidad, cediendo a la tecnología un poder que antes funcionara en torno a la tradición.

Hoy en día al referirnos a los problemas de “socialización” surgidos a finales del siglo XX, la situación es mucho más compleja que la del “extranjero en su propia tierra” o el “naufragio de las utopías”, pues el náufrago americano ya no halla refugio en los mitos griegos, ni en una realidad que niega sus lazos con su propia tierra. En lugar de verse entre personas que reconoce, hay mundos virtuales, tan enigmáticos como despersonalizados.

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