Un recorrido por la formación artístico-teatral de Guatemala desde 1944 hasta 2014


Leo

El 20 de octubre de 1944 fue una fecha clave en el desarrollo de la historia guatemalteca. La revolución se impuso ante las anticuadas formas de gobierno que protegían los intereses de terratenientes acaudalados. La sociedad tuvo ante sus pies la oportunidad de modernizar sus estructuras administrativas y políticas. Guatemala despertó de una larga noche enturbiada por la dictadura de dos caudillos liberales. Noche oscura de 22 años ensombrecida por la figura de Manuel Estrada Cabrera. Madrugada tenebrosa de 14 años acallada por Jorge Ubico. Luego de este violento despertar, el pueblo guatemalteco saboreó por primera vez los manjares de la democracia. Los gobiernos de Arévalo y Árbenz, aún de corte criollista, fueron los primeros en entrever la posibilidad de existir verdaderamente como una nación. El resto de la historia lo conocemos: capitales extranjeros entraron en contubernio con poderosos oligarcas para evitar que el sueño de nación se hiciera realidad; gobernantes-fantoches vendieron la patria a diestra y siniestra; fuerzas militares actuaron como policía que protegía los intereses de las cúpulas poderosas. Luego, los problemas arraigados en la época colonial que, hasta hoy, no terminan de solucionarse, sino al contrario, se hacen insalvables: la desigualdad en la distribución de la riqueza, el repartimiento injusto de las tierras, el aislamiento y el atraso económico, el racismo sistemático e, inevitablemente, el estallido de la guerra civil.

Pero esos diez años en que se ensayó a la democracia fueron suficientes para que, por lo menos, se crearan los cimientos de lo que algún día se espera que llegue a germinar como patria.  Fue en esos diez años en que, por primera vez, el trabajo, la salud, la educación y la cultura fueron vistas desde otra perspectiva más inclusiva. Por primera vez se regularizó el horario laboral y se reconocieron los derechos de los trabajadores. También se creó un seguro social y un ministerio de trabajo. Asimismo, se hizo un primer plan de alfabetización y se llevó la educación a las áreas rurales. Esa fue la primera intentona de que la educación y la cultura formaran parte de las políticas públicas, y se abrieran espacios donde se fomentaran. Fue así como surgieron la Facultad de Humanidades, las carreras de psicología y periodismo, el Instituto de Antropología e Historia, el Instituto Indigenista, la escuela de Bellas Artes, entre otras instituciones.

Dada la importancia que se le dio a la cultura, esta época fue propicia también para la expresión artística y, con ella, para los primeros balbuceos sobre su formación profesional. El teatro, claro, no fue la excepción. Aunque las primeras manifestaciones teatrales conocidas en la sociedad de este territorio que hoy se llama Guatemala datan desde la liberación del dominio español, la mayoría de espectáculos que se ofrecieron durante el período liberal era el de compañías extranjeras, principalmente de zarzuela española que, dentro de las giras que programaban por el continente americano, pasaban por estos lares. El desaparecido Teatro Colón fue la mejor expresión de esa influencia europeizante sobre la actividad teatral vista exclusivamente en la capital.

La historia de nuestro país es una constante dicotomía en todas las esferas, ya sea política, ya sea económica, ya cultural. El teatro, como expresión humana y producción artística, se vio bifurcado en esta dialéctica establecida desde los cimientos mismos de la patria, es decir, desde sus raíces coloniales. Dos teatros completamente distintos y, al mismo tiempo, divorciados. Por un lado, el teatro indio, heredado de la cosmovisión maya, contaminado en el proceso de catequización y cuyas formas de expresión más auténticas tuvieron que reprimirse; por aparte, el teatro del invasor, que con su retoricismo aristotélico filtrado por las voces de ilustres poetas dramáticos del Siglo de Oro, se convirtió en el espectáculo de las minorías dominantes y de cuño peninsular.  Ambas formas de escenificación coexistieron irreconocibles e irreconciliables hasta entrado el siglo XX, como potenciales ingredientes para la creación de un teatro mestizo, de un teatro capaz de abarcar nuestra diversidad y pluriculturalidad.

Antes de reflexionar acerca de la formación teatral profesional en Guatemala, su función social y su aporte en el desarrollo de las artes escénicas del siglo XX, y las expectativas hacia el futuro, es necesario ubicar, de manera general, sus primeros pasos dentro del contexto socio-histórico en el que se desarrolló. Los estudios formales de teatro no vieron la luz hasta la década de 1950, como uno de los tantos retoños directos de la fallida Revolución de 1944. Como ya se dijo antes, es en esta época en donde se crearon las condiciones necesarias que propiciaron un nuevo período para el arte en general y para el teatro en particular. Y con miras a un desarrollo gradual del arte escénico en el país, surgió la necesidad de formar profesionales competentes a partir de la actividad teatral que se comenzó a realizar empíricamente en ese momento y con el recurso humano con que se contaba. El primero de sus semilleros se ubicó en el Instituto Normal Central para Señoritas Belén y estuvo a cargo de la profesora catalana María de Sellarés, quien canalizó a través del teatro gran parte de su actividad docente. El naciente movimiento teatral y, con ello, la necesidad de transmitir el conocimiento que iba generando tal actividad, comenzó a buscar otros cauces de expansión que llevaron a fundar el Teatro de Arte Universitario, en la Universidad de San Carlos, donde se formó la primera generación de teatreros, quienes irradiaron los conocimientos que iban adquiriendo, ya sea por la experiencia acumulada o por el intercambio que algunos de ellos tenían con movimientos teatrales de otros países.

Así fue como el 17 de marzo de 1953 abrió formalmente sus puertas la Escuela de Artes Escénicas del Departamento de Arte de la Universidad de San Carlos con los cursos de Dicción y Lectura Expresiva, Maquillaje y Decoración, Rítmica y Danza, Cultura Física e Historia del Teatro.

Tan solo cuatro años después, el 3 de junio de 1957 —en un momento en que la situación política de Guatemala comenzaba a cambiar y la primavera democrática empezaba a dislocarse—, abrió sus puertas la Escuela Nacional de Arte Dramático, fundada por el director teatral chileno Domingo Tessier, bajo la antigua Dirección General de Cultura y Bellas Artes del Ministerio de Educación. Inicialmente se llamó Escuela Nacional de Teatro, Cine y Televisión, hasta que con la reforma de pensum y la reorganización administrativa propuesta en 1984 por Luis Tuchán –su director de aquel entonces–  cambió el nombre que actualmente tiene: Escuela Nacional de Arte Dramático, Carlos Figueroa Juárez.

Aunque la Universidad Popular había sido fundada en la década de 1920 por insignes intelectuales de la talla de Miguel Ángel Asturias, Porfirio Barba-Jacob, David Vela y Rufino Guerra, destinada a la formación de las clases populares más allá de la educación formal, su escuela de arte dramático hizo su aparición hasta 1963, bajo la dirección de Rubén Morales Monroy, institución que se especializó en presentar teatro de dramaturgos nacionales o teatro europeo de corte realista y costumbrista.

Estas tres instituciones fueron pilares fundamentales a partir de los cuales se formaron y se siguen formando varias de las generaciones de artistas teatrales. Ellas representaron el germen donde se comenzó a conformar, en gran medida, el movimiento teatral guatemalteco que caracterizó la segunda mitad del siglo XX y que, todavía ahora, a casi completarse dos décadas del siglo XXI, lo sigue caracterizando. Sin embargo, no puede decirse que este movimiento haya alcanzado todavía su cisma, aunque si bien es cierto que en algunas décadas más que en otras, la producción teatral y la calidad de las puestas en escena han llegado a períodos de mucho brillo.

Expliquémonos mejor: al pasar las décadas, antes del silencio perpetrado por el conflicto armado, los teatreros se fueron profesionalizando más, lo cual se reflejó en el aumento tanto cualitativo como cuantitativo de las puestas en escena que se presenciaron en las décadas de 1960 y 1970. Por supuesto que por estos mismos años, el artista de las tablas se involucraba al ejercicio de esta profesión alentado más por la pasión que por el interés económico. Sin embargo, a pesar de la turbulenta coyuntura que se vivía en los primeros años del conflicto armado, parecía que la actividad teatral caminaba con paso seguro en la reafirmación de su desarrollo futuro, tanto en lo artístico como en lo referente a la industria del espectáculo. Durante estos años, se crearon festivales y muestras departamentales, y también se abrieron más espacios teatrales, algunos públicos y otros privados. Aunque subían una pesada cuesta, los artistas teatrales avanzaban con optimismo en la consolidación de un gremio y en la creación de un movimiento. Para finales de la década de 1970, el país contaba ya con personalidades de la escena nacional que, de una u otra manera, habían tenido contacto con alguno de los tres centros de formación teatral.

Pero la pesadilla arribó al principio de la década siguiente, cuando el conflicto llegó al momento más desgarrador.  En el interior de la república fueron arrasadas poblaciones completas y las voces de los artistas e intelectuales, en su mayoría citadinos, fueron acalladas de la manera más violenta. Las minorías intelectuales se vieron ante una disyuntiva que marcaría su existencia: el secuestro y su consecuente muerte o el exilio. Aunque el teatro sufrió en menor medida esta represión y persecución, al igual que otras manifestaciones culturales, tuvo que guardar silencio y evadirse de la realidad. Tras este silencio, vino la desarticulación del gremio y su disgregación. Todo lo que se había logrado, todo el camino cuesta arriba que se había andado, se volvió a desandar. De pronto, al llegar a la década de 1990, el teatro guatemalteco estaba de nuevo en pañales. Había que comenzar de nuevo. Y lo mismo sucedió en todas las esferas de la cultura.

1986 fue un año clave. Aunque el conflicto no había finalizado, Guatemala comenzó a recobrar su democracia, una democracia endeble y frágil, que hasta el presente no ha podido fortalecerse. De cualquier manera, era un primer paso. Por primera vez se empezó a hablar de establecer la paz entre las partes en pugna. La llegada de la democracia tan solo sirvió para reconocer la herida profunda que se había abierto y para apreciar el enorme retroceso que nuestra sociedad había sufrido. Vinicio Cerezo Arévalo recogió una sociedad despedazada, en un estado de descomposición severo que se podía percibir en todas las esferas de la vida social: niveles de pobreza enormes, diferencias económicas escandalosamente abismales, índices educativos por los suelos, hambre, desnutrición, miseria y pocas expectativas de desarrollo, mínimas para ser más exacto. En medio de todo ese caos, la sucesión de gobiernos ineptos y corruptos fueron dejando vacías las arcas del Estado.

Cerezo creó el Ministerio de Cultura y Deportes, que al poco tiempo se convirtió en el desagüe burocrático. Así, esta secretaría de Estado se fue conformando por las parias de los otros ministerios hasta crear una enorme estructura burocrática, por lo demás, inepta para comenzar con un proyecto cultural de identidad, sino más bien apta para criar y mantener una nueva clase parasitaria. Bajo la tutela del Ministerio de Cultura y Deportes pasaron las escuelas de arte, entre ellas, la ENAD, cuyo bachillerato en arte era avalado tanto por el Ministerio de Educación como por el Ministerio de Cultura y Deportes, luego de que fuese replanteado su pensum de estudio. Un ejemplo claro de la ineptitud de este ministerio que demostró su poco interés por la formación artística profesional fue precisamente que, tan solo a seis años de su creación, estaba dispuesto a dejar que cerraran la ENAD debido a que no contaban con fondos pagar el alquiler de su sede.

Durante este período (1986-1996), la actividad teatral se fue incrementando paulatinamente, aunque ya no con los mismos brillos con que se había visto en la década anterior. Ahora, siguiendo el modelo de la globalización –que iba ganando terreno–  afanada en banalizar los contenidos de las expresiones culturales, el teatro se fue convirtiendo en algo parecido al show de variedades y, en su somnolencia amodorrada, a finales de la década de 1980 comenzó a multiplicarse el fenómeno del teatro ja, ja, ja  y las producciones de comedia ligera con una intención evasiva. Al principio, este tipo de teatro contaba con una producción esmerada y meticulosa, pero poco a poco se fue convirtiendo en chiste barato y mal vestido. Si bien es cierto que de nuevo el público comenzó a asistir masivamente a las salas, también es claro que se trataba de un público advenedizo a quien no le interesaba reflexionar sobre los problemas sociales y humanos, sino más bien ávido de olvidar sus miserias. Más que una necesidad vital, ir al teatro se convirtió en un entretenimiento que otorgaba un aparente estatus económico y una falsa posición intelectual a su público. En otras palabras, esnobismo puro, propiciado por la globalización de medios de comunicación, como la televisión por cable. De esta manera, la clave del éxito estuvo en presentar comedias que mostraban problemas políticos de momento y que renovaban un repertorio de chistes y morcillas según lo fueran dictando los acontecimientos de la vida pública, repertorio que producía efectos catárticos en los asistentes; comedias de enredos con temas domésticos que presentaban formas de vida idealizadas de las clases burguesas;  comedias de enredos con temas domésticos que presentaban de manera satírica las formas de vida de las clases menos privilegiadas, el lumpen y grupos marginales; réplicas de musicales, películas infantiles de Disney y producciones de Broadway de moda que daba al público una engañosa sensación de toupée europeo. Al mismo tiempo, otros grupos, entre ellos teatreros jóvenes y estudiantes, presentaron propuestas más serias que taquilleramente estuvieron condenadas al fracaso y fueron, en muchos casos, subestimadas por los medios de comunicación masiva. Fue así como el gremio teatral, servil y dispuesto a bailar al son que le tocaran, comenzó a fabricar placebos entre los que la intención artística se fue perdiendo.

Vivir del teatro se convirtió en una posibilidad, pero la corta visión del gremio lo convirtió en un negocio para satisfacer las necesidades inmediatas, sin garantizar la estabilidad laboral ni el ascenso al desarrollo de una industria del espectáculo formal. En ese período comenzaron a surgir las primeras academias de teatro privadas, muchas de las cuales se desintegraban casi al mismo tiempo en que se formaban. Otro tanto ocurría con muchos de los colectivos que iban naciendo. Dado su carácter efímero, las instituciones artísticas fueron perdiendo espacios y con ello poder de influencia en la vida pública. Si ya antes el artista era visto a menos, ahora se había terminado de convertir en bufón ignorado. En Guatemala, la actividad teatral quedó reducida a plato de segunda mesa. Aunque existía el Ministerio de Cultura y Deportes, los gobiernos de estos diez años tuvieron poco interés en establecer políticas culturales que favorecieran al arte y la cultura en general, y al teatro en particular. El esfuerzo más notable fue, quizá, la creación de los Premios Muni a la Excelencia Teatral y algunos patrocinios generados por la Municipalidad de la ciudad de Guatemala bajo el mandato de Oscar Berger, distinciones que fueron acaparadas entre unas minorías de teatreros, en su mayoría artistas con muchos años de tablas y que, en gran medida, trabajaban en los espectáculos de contenido superficial antes descritos.

Por su parte, la iniciativa privada tenía demasiado poco interés en invertir en las artes escénicas. Quizá los esfuerzos más notables en ese sentido fueron los realizados por la Fundación Paiz, al crear los Festivales de Arte Paiz.  Esta fundación patrocinó algunas producciones escénicas, aunque los festivales iban destinados, por lo elevado de sus precios, a minorías y grupos selectos, conformados por las clases más acomodadas.  Mientras tanto, el público guatemalteco había volteado por completo sus ojos a los espectáculos extranjeros que ofrecían el cine y la televisión, de manera que el teatro, desde el punto de vista del público, pasó a convertirse en hobby de personas desocupadas o utopía de un grupo de bohemios que vivían de la loca ilusión de creerse artistas.

¿Qué representaba, entonces, para un joven de esta época cursar estudios de teatro?… En la mayoría de casos, estudiantes con mucho talento optaron por profesiones liberales que les permitieran vivir una vida más digna, por lo que fueron desapareciendo casi inmediatamente después de que culminaron sus estudios. Los más apasionados se mantuvieron realizando su profesión, unos trabajando a medio tiempo y otros a tiempo completo, sabidos de los riesgos que corrían al dedicarse a este oficio: desempleo, irregularidad de ingresos, informalidad, marginalidad, anonimato y posibilidades mínimas de llevar a cabo estudios más profundos, lo cual, no tenía tanta importancia en un medio donde la improvisación era casi ama y señora; en un medio donde el espectáculo teatral de artistas nacionales era un producto que tenía muy poca demanda, principalmente si la intención era optar por una línea de teatro-arte. Muchos de los grupos que tenían más éxito por aquel entonces estaban conformados por artistas empíricos para quienes la formación profesional tenía poca o casi nula importancia. De hecho, los teatreros con estudios eran relegados y vistos de menos en muchas de estas agrupaciones. Aunque las artes escénicas se habían convertido en un negocio floreciente, los pocos espacios eran acaparados por agrupaciones cuyas propuestas estaban destinadas a la evasión y el embrutecimiento de un público masivo. Y aunque muchas de estas agrupaciones tuvieron un éxito relativo, no fue lo suficientemente grande como para conformar un sindicato que velara por los intereses del gremio o para institucionalizar una industria del espectáculo, precisamente porque sus miembros y dirigentes estuvieron demasiado ocupados en suplir sus necesidades inmediatas y en acaparar los espacios apenas disponibles.

A diferencia de otras expresiones artísticas, fue muy poca la gente de teatro de esta época que llegó a alcanzar un reconocimiento amplio a nivel social. El mayor reconocimiento lo tuvieron dentro del mismo ámbito de la cultura, cuando no dentro del más reducido ámbito teatral. Teatreros guatemaltecos morían sin mayor pena ni gloria y, a veces, en condiciones dignas de lástima. Los artistas de más edad solían ver con desconfianza a los artistas jóvenes; y las envidias, rivalidades y rencillas reinaban entre muchos de los artistas y agrupaciones jóvenes que más o menos perduraban, porque la competencia era aún más voraz en un medio que apenas ofrecía oportunidades de crecimiento profesional.

Con la llegada de la firma de la paz, en 1996, se tuvieron muchas expectativas que hasta el presente no se han cristalizado. Los acuerdos imponían, entre otras cosas, hacer una investigación de los hechos ocurridos durante el conflicto con la finalidad de sacarlos a la luz pública y que fueran parte de la memoria histórica. Con los acuerdos de paz también se sugirió combatir desde sus raíces las causas estructurales y coyunturales que habían generado el conflicto armado; aceptar nuestra multiculturalidad y abrir espacios para que las personas de las distintas etnias que conforman la sociedad guatemalteca se integraran al desarrollo político y económico del país. El cumplimiento de estos acuerdos implicaba también el fortalecimiento de la educación y el arte, y su orientación hacia la creación de una cultura de paz que propiciara el desarrollo equitativo. Pero otra vez, sin aprender las lecciones de la historia, nuevos dirigentes corruptos desfilaron por la administración del gobierno. La insurgencia negoció la paz para obtener beneficios económicos, bajo el disfraz del resarcimiento. Mediocres gobiernos de ultraderecha conservadora y de izquierda moderada fueron sucediéndose en el trono bajo la supervisión controlada de la oligarquía dominante y su institución empresarial, el Cacif. Se puso de moda la lucha por los derechos humanos y la ayuda extranjera institucional, desde la cual, muchas organizaciones también lucraron a su sabor y antojo, bajo la bandera del proteccionismo. Y el bagazo de nación que había quedado siguió siendo exprimido por uno y por otro lado. No obstante, también surgieron instituciones dirigidas por intelectuales conscientes y financiadas por la cooperación internacional que, en contra de la corriente, lucharon y siguen luchando por el cumplimiento de estos acuerdos. Y con la restauración de la paz, aunque sea cuestionable su fundamentación, también llegó a este rincón olvidado del mundo la posmodernidad, reflejada en diversas manifestaciones socioculturales y artísticas principalmente. La globalización que se había experimentado con mayor fuerza en la década de 1990, para principios del nuevo siglo era tan solo un aspecto más del posmodernismo.

Es así como en la primera década del siglo XXI el teatro y la formación teatral van encontrando nuevos derroteros. Aunque se sigue produciendo teatro de contenido vacuo, del chiste fácil y como producto cultural de consumo y desecho, comienza a surgir un movimiento teatral de reivindicación social, fundamentado en principios sociológicos y antropológicos, y apoyado, en gran medida, por la ayuda de las naciones europeas, que sienten un especial interés por la resolución de temas sociales, en aras de garantizar el cumplimiento de los derechos humanos, pero probablemente también buscando incidir en la vida política de la nación con intenciones de antiguo cuño colonizador. Sin embargo, y a pesar de todo, el teatro político que se comenzó a generar a partir de este fenómeno muestra una de las aristas más interesantes del movimiento teatral creado en esta época. Se comenzaron a generar agrupaciones culturales que promovían el teatro con intención política, como Caja Lúdica. Aunque se siguió produciendo teatro comercial y, en menor medida, propuestas teatrales de la dramaturgia universal, el teatro político-social alcanzó especial relevancia. El interés cultural se fue trasladando de las instituciones y las escuelas de arte a nuevos espacios de expresión que fueron surgiendo, principalmente alrededor del centro cultural creado en el antiguo edificio de Correos. Aunque las escuelas de arte dramático siguieron desarrollando su labor formadora y surgieron los primeros intentos por generar una formación teatral a nivel universitario, paulatinamente el interés se fue centrando en estas nuevas agrupaciones, que se convirtieron en los principales focos de irradiación cultural. Además, la ayuda internacional permitió de nuevo el intercambio regional de artistas y teatreros. Agrupaciones como Caja Lúdica, Rayuela Teatro Independiente, Kajitoj, entre otras, fueron generando nuevas relaciones y creando redes que generaron otros proyectos de mayor envergadura, como la Red Nacional de Teatro y el Proyecto Lagartija. Al mismo tiempo, estos grupos entraron en contacto con agrupaciones comunitarias con inquietudes artísticas en el interior del país, lo que dio lugar al desarrollo y fortalecimiento de otros colectivos, como Sotzil. Esta actividad también trató de impactar la formación teatral de los antiguos centros de estudios, aunque no tuvo la suficiente fuerza para llegar a academias privadas, principalmente porque no coincidían en aspectos de visión y objetivos. Sin embargo, y a pesar de la fuerza que este movimiento ha podido generar hasta el presente, todavía se ha mantenido en una situación de marginalidad, seguramente porque también ha tenido que remar en contra de la corriente oficial.

Caso aparte merece el desarrollo de la formación universitaria. Aunque desde la década de 1990 se venía hablando de la creación de una formación superior en estudios teatrales, este objetivo no se cristalizó hasta la primera década del presente siglo, cuando la Universidad Mariano Gálvez abrió por primera vez el profesorado en teatro y la licenciatura. Este plan dio vida a tres promociones con muy pocos estudiantes egresados. Pocos años después, la Universidad de San Carlos impulsó su programa de PLART, en el que se capacitaría a artistas de diferentes disciplinas que tuvieran más de veinte años demostrables de ejercicio “profesional” en la disciplina a la que se dedicara: artes plásticas, danza, teatro y música. Muchos artistas conocidos en el medio aplicaron a este programa, para lo cual, pasaron por un proceso de selección que muchas veces, como suele suceder en el país, fue parcializado y se basó en compadrazgos. La profesionalización tenía como objetivo, por una parte, reconocer la labor de artistas que le habían dedicado una vida a la disciplina artística en la que se desarrollaran; y por la otra, profesionalizar docentes que se harían cargo de la Escuela Superior de Arte que se fundaría los años siguientes.

Una vez seleccionados, los aspirantes tenían que desarrollar un temario de acuerdo con la especialidad a la que deseaban optar. En el caso de los aspirantes a teatro, podían optar por tres especializaciones: actuación, dirección y dramaturgia. De manera paralela y siempre desde sus especialidades, debían preparar una puesta en escena. Concluida esta fase, debían cursar asignaturas pedagógicas por un período de tiempo no mayor de un año. Fue así como el PLART dio otras tres promociones de artistas profesionales, esta vez más numerosas que el primer intento realizado por la universidad privada. Algunos de estos profesionales ahora imparten cursos en la Escuela Superior de Arte, la cual, en los próximos años estará por graduar a sus primeras promociones.

En este punto, vale la pena detenerse a reflexionar y discutir dos aspectos importantes. El primero de ellos, relacionado con lo que en realidad ofrece el medio actual al estudiante de teatro una vez que concluya sus estudios, lo que implica una revisión sincrónica, realista y profunda de las posibilidades que el medio teatral ofrece hoy en día; y el segundo, referente a las expectativas a mediano y largo plazo que se tienen de la profesión, ya sea a nivel medio, en academias privadas o a nivel universitario, lo cual conlleva la revisión del perfil de egreso y la concordancia que este debería tener idealmente con la actividad teatral deseable para el futuro.

En relación con el primer punto, merece la pena escudriñar un poco por qué el estudiante promedio de la ciudad decide abrazar como profesión las artes escénicas. Diversos son los motivos, como diversas las personalidades de cada estudiante. No obstante, hoy es común que un adolescente o un joven decidan recibir una formación teatral profesional desconociendo por completo el contexto social y la coyuntura en la que esta actividad se desarrolla. De ahí que sean muchos los que, al ir comprendiendo cada vez más la situación del teatro y al ver apagada su ilusión inicial, opten por retirarse. En realidad, suele decirse que los pocos que se terminan quedando lo hacen porque en realidad poseen vocación o porque reunían las condiciones y cualidades necesarias para el desarrollo de esta profesión. Pero siendo realistas, esta es una respuesta demasiado simplista que no puede ni debe generalizarse sin tomar en cuenta otros factores externos determinados por la realidad cultural de Guatemala.

En primer lugar, es necesario detenerse en el factor económico, que, a final de cuentas, determina otra serie de factores y variables sociales. Es común, aquí y en cualquier lugar, encontrar un choque generacional en las familias cuando un joven decide estudiar teatro –de hecho, es casi una regla, salvo casos excepcionales de familias de tradición artística o por condiciones precisas específicas y particulares, que el primer gran obstáculo que estos estudiantes enfrentan es su familia–. En un medio como el nuestro, no es para menos que los padres se preocupen por el futuro de sus hijos con inclinaciones artísticas, pues están convencidos de que el arte no da para vivir. De esta manera, desde pequeños, los padres de familia permiten entrenar a sus críos en actividades que los preparen a enfrentar la vida de manera más pragmática. Se estimulan, entonces, aquellas actividades que fomenten la competitividad y la producción de bienes materiales utilitarios. Para muchos padres en Guatemala, tener un hijo artista puede significar el fracaso de su labor como educadores. El sistema educativo interpreta con claridad esta angustia doméstica, precisamente porque está diseñado para fomentar la productividad de bienes y la sociedad de consumo. De esta manera, las humanidades han ido perdiendo espacio en los pensum de estudio y las artes, aunque fueron reconocidas en los nuevos programas, tienen muy poco protagonismo en la práctica educativa diaria.

Nuestro estatus de nación subdesarrollada  y el deterioro social experimentado a través del tiempo como consecuencia de la coyuntura histórica vivida no ha generado las condiciones materiales para visibilizar el desempeño profesional en las disciplinas artísticas de una forma digna. Hoy por hoy, los artistas, y el teatrero en particular, tiene muy pocas oportunidades de desarrollarse profesionalmente porque no existen condiciones económicas que lo permitan. Al vivir en un país que, desde sus cimientos, no crea políticas artísticas claras y definidas, la actividad artística vista como un medio de subsistencia está condenada a fracasar. Si bien es cierto que muchos teatreros viven del teatro, también es cierto que el trabajo es inconstante y hasta el día de hoy están condenados a vivir en las sombras de la informalidad; no gozan de prestaciones laborales ni de ningún seguro social que garantice un ahorro en la vejez o en la enfermedad. Además de esto, están expuestos a empresarios, muchas veces informales también, que los explotan y los utilizan para engrosar sus propios bolsos, sin que los artistas puedan ampararse ante la ley. Tampoco se puede pasar por alto, en medio del capitalismo voraz,  el poco estatus social que ofrecen están profesiones. A nadie que se dedique al arte en este país se le ocurriría, por ejemplo, decir que es artista si piensa solicitar un crédito. Al contrario y dados los mitos que se suelen escuchar sobre la vida artística, una declaración abierta de esta condición puede generar desconfianza y recelo. Este ejemplo sencillo ilustra, sin embargo, una realidad vivida a diario por las personas que se dedican al arte en un país sin políticas artísticas y donde la iniciativa privada tiene apatía hacia la producción local; pero también ilustra el desprestigio social  y la indiferencia general existente en la opinión pública. De esta manera, el artista se convierte en quijote y corre el peligro de idealizar un mundo que en la realidad no existe; e, incluso, justificar bajo panegíricos henchidos de elocuencia el orgullo de su propia miseria.

Por supuesto que este escenario nunca será atractivo para las grandes mayorías que optan por una profesión liberal, la cual, probablemente, les permitirá vivir con más comodidades. Con seguridad, habrá alguien a quien se le ocurra decir que el aprendizaje de las artes jamás convoca a masas, y no dejará de tener razón en esta apreciación. Sin embargo, debe quedar bien claro que mientras estas condiciones económicas estén vigentes, la situación de las profesiones artísticas seguirán siendo poco atractivas para una la gran mayoría. Es la ley de la oferta y la demanda: un establecimiento educativo no ofrecerá una carrera que no tiene demanda, sencillamente. De esta manera, en una sociedad como la nuestra, el círculo artístico profesional puede quedar reducido a unos cuantos necios idealistas y a otros tantos desocupados que pueden ejercerlo como un pasatiempo.

Merece la pena ahondar un poco en la ley de la oferta y la demanda, pero antes de hacerlo, es necesario detenerse en otra dicotomía dominante en el medio teatral: el teatro como objeto de arte y el teatro como medio de vida, dicotomía ante la cual es necesario plantearse algunas interrogantes:   ¿puede considerarse arte todo el teatro que se produce?, ¿qué criterios son los más adecuados para definir si una pieza de teatro es arte o un producto de consumo?, ¿una formación universitaria en teatro debería aspirar a mejorar exclusivamente las condiciones materiales del futuro profesional?, ¿qué sucede, entonces, con las aspiraciones intangibles que propician el desarrollo cualitativo, la investigación y la creación dentro de una profesión?, ¿es acaso legítimo que una carrera artística aspire al desarrollo humanístico y a la construcción de una sociedad más justa y más sensible, o solamente debe velar por garantizar el desarrollo de su gremio y al mejoramiento de las condiciones económicas de sus profesionales?

Sin duda que todas las personas que se dediquen a cualquier profesión se van a plantear preguntas similares por lo menos una vez en sus vidas. No así, tomar la difícil y trascendental decisión de dedicarle la vida a una profesión artística en un contexto como el guatemalteco requerirá tener mucha seguridad de las finalidades que se tienen en la vida, nivel de madurez, que durante los años más jóvenes, probablemente no se posea.

¿Hacer arte a través del teatro o hacer espectáculo para el consumo? O incluso una opción más: ¿Vender al mismo tiempo que se hace arte? Los intereses humanos son tan variados que cada quien tendrá su propia respuesta o puede formular su propia pregunta. Lo cierto es que un movimiento artístico que pretenda ser profesional, ya sea motivado por intereses económicos o ya  por intereses que algunos considerarían “más loables”, no se forma si no llegan a confluir determinadas condiciones, entre las cuales, las materiales-tangibles son determinantes.

El gran problema que enfrenta en la actualidad la Escuela Superior de Arte de la Universidad de San Carlos es, precisamente, la carencia de esas condiciones, y de no generarlas casi de manera inmediata, puede que el proyecto recién inaugurado a finales de la década de 2000 esté destinado al fracaso. Con esto quiero decir que el planteamiento de una carrera profesional universitaria sin un estudio de impacto a nivel social y, principalmente, sin un estudio de las posibilidades mercadológicas puede terminar en el fracaso, en una quijotada más planteada por un grupo de soñadores. De hecho, en la actualidad, es alarmante ya cómo las primeras promociones de esta escuela han tenido dificultades para encontrar validación en sus proyectos de tesis. No es de extrañar, pues, que los actuales estudiantes vivan la misma inseguridad que han vivido otros estudiantes de otras épocas: ¿qué será de su profesión una vez hayan concluido sus estudios?

Por aparte, aunque la Universidad Popular y la Escuela Nacional de Arte Dramático siguen llevando adelante sus actividades, pareciera que la poca proyección social que habían alcanzado se va extinguiendo cada vez más, de manera que casi es posible percibirlas como cadáveres vivientes, principalmente la Escuela Nacional, carente de insumos y con los sueldos irregulares de sus maestros. De hecho, la Escuela Nacional ahora se convirtió en una especie de formación de kindergarten de la Escuela Superior de Arte, lo que ha traído la disminución de su nivel académico.

Por aparte, aunque la Universidad Popular ha sido constante en la actividad de proyección social, el déficit de calidad salta a la vista en muchos de sus trabajos y en los constantes éxodos de sus catedráticos y directores, en la mayoría de casos, envueltos en escándalos de corrupción.

Por aparte, han aumentado las escuelas privadas de la capital, pero generalmente están dominadas por visiones particulares, casi todas con una visión empresarial, lo cual no es negativo, pero que, al final de cuentas, no terminan por imponerse en un mercado heterogéneo. Por lo común, puede adivinarse ya cuál es el tipo de público al que van dirigidos sus planes en una sociedad escindida como la nuestra. En otras palabras, son instituciones que solamente buscan la proyección para pequeños grupúsculos cada vez más reducidos. De hecho, cualquier propuesta de educación teatral actual termina siendo parcializada y suele tener una proyección que no trasciende más allá de la capital y otras ciudades grandes del país. En todo caso, si llegan a tener una proyección a otras comunidades más alejadas o marginalizadas, no solo lo hacen de manera interrumpida, sino ignorando las mismas necesidades de estas poblaciones

De tal manera que la situación del estudiante de teatro, en la actualidad, sigue siendo la misma que la de hace cincuenta o sesenta años: desasosiego, incertidumbre, expectativas económicas mínimas para el futuro, escasas posibilidades de desarrollo profesional y, menos aún, oportunidades de entrar a un medio cada vez más monopolizado, pero que al mismo tiempo lo caracteriza la apatía y la mediocridad. Ante esta situación, ¿qué otras opciones puede seguir la persona que sienta deseo de hacer del teatro una profesión y una forma de vida?

Para analizar este punto sería interesante estudiar la situación de otros países latinoamericanos que han logrado desarrollar medianamente un movimiento teatral en sus países. En alguna ocasión escuché de Luiz Tuchán que quizá la formación universitaria sería adecuada para países desarrollados y con altos estándares de vida, en los que el teatro y el arte se convierten en objetos de consumo necesarios para un público educado y con una sensibilidad artística desarrollada. Sin embargo, afirmaba que para nuestros países centroamericanos la fórmula puede ser poco práctica, porque ni somos países desarrollados ni contamos con calidad de vida ni con un público significativo con buen gusto, mucho menos con una educación sólida. Entonces, decía, quizá sea necesario darle la vuelta a todo el paradigma y dirigir los esfuerzos a una formación teatral más flexible. En ese sentido, quizá el camino debería orientarse hacia la auto y heteroformación. Implica esto, claro está, ir abriendo canales de comunicación con los vecinos e ir reconociendo el valor del trabajo propio y el del que están haciendo en otras naciones con condiciones similares a las nuestras. La metodología clave para este tipo de formación no sería, entonces, la escuela formal, sino más bien el método artesanal basado en el taller. De este modo, el taller se convertirá no solo en semillero de nuevos talentos sino también en un medio para que el artista que trabaja profesionalmente se siga formando y actualizando.

En la actualidad, este punto de vista más o menos se ha ido cristalizando por iniciativas como la del Proyecto Lagartija, que ha logrado crear puentes y botar límites entre las naciones centroamericanas, de manera que el teatro centroamericano se comienza a perfilar ya como un único bloque con alcances comunitarios de resultados óptimos. A esto hay que sumarle que es un proyecto de autoformación permanente sistematizada a partir de un plan de trabajo que permite la replicación de los contenidos aprendidos. Además de eso, es un movimiento con clara tendencia política popular, lo cual, en países como los nuestros, termina siendo una virtud, ante la tendencia elitista y centralista que el movimiento teatral ha tenido a lo largo de su historia. Y digo que es una virtud porque, precisamente, busca la expansión más que la aglutinación; es decir, entre sus metas no solo está llevar “el movimiento teatral” ladino y de cuño metropolitano a comunidades que han sido consideradas como periféricas por estos mismos círculos; sino también se ha tomado la tarea de rescatar las formas teatrales generadas por estas comunidades y generar valiosas propuestas a partir de las necesidades mismas que allí nacen. Este hecho último reviste un valor de excepcional importancia, puesto que la historia ha demostrado que la tradición teatral solo puede pervivir gracias a los referentes y signos culturales que permite la identificación entre los miembros de un conglomerado humano. Por esta vía, un teatro popular podría llevar de la mano a la concretización de un movimiento teatral sólido que pueda soportar la prueba del tiempo y la heterogeneidad cultural de nuestra nación.

Con todo y esto, el Proyecto Lagartija todavía tiene desafíos grandes para el futuro. El primero de ellos, quizá sea no perderse dentro de la corrupción institucional que impera en la región y mantener claridad de metas así como una distancia prudencial de los intereses políticos que puedan existir por parte de instituciones patrocinadoras. De acuerdo con esto, se espera que saludablemente vaya tomando más autonomía económica basada en la autosustentabilidad.

Por aparte, sus pasos deberán guiarse siempre en función de la inclusión, de manera que en el futuro no se convierta en otro monopolio más enfocado en determinados sectores de índole populista. No seguir este peligroso camino, dependerá, por supuesto, de la manera como sus dirigentes y cerebros actuales vayan encausando su desarrollo.

Mantener una posición ética incorruptible y la apertura hacia todas las formas de manifestación le permitirá cumplir con su principal tarea para el futuro: ganar presencia en los medios convencionales de promoción y difusión del teatro, de manera que logre generar un salto cualitativo que lo movilice paulatinamente de su actual condición de proyecto emergente, marginal y contracultural (esto, claro está, desde las perspectivas de las minorías castizas asentadas en el poder) a plan oficial y esencial para la cultura guatemalteca.

¿Quién es Leo De Soulas?

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

0 / 5. 0


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior