Literatura panameña contemporánea (I): Ernesto Endara


Lissete E. Lanuza SáenzConocí a Ernesto Endara tarde (pero de alguna manera, aún temprano). Era tarde en mi vida como lectora, tenía ya dieciocho años, había pasado los años más impresionables leyendo a Mark Twain y Charles Dickens sin comprender que podía haber alguien en mi país que pudiera proporcionarme el mismo escape. Era, sin embargo, temprano en mi vida como escritora. Todavía no había descubierto qué quería ser, ni mucho menos cómo quería hacerlo.

A veces pienso que no estaba segura si quería hacerlo, hasta ese día.

Los escritores son una cosa espeluznante, misteriosa, especialmente cuando los ves desde afuera. Son magos de la palabra, seres reservados -y al mismo tiempo abiertos- que están dispuestos a desnudar su alma día a día para que tú puedas descubrir qué hay dentro de la tuya. En esos tiempos no me sentía capaz de unirme a esa fraternidad.

Lo de conocerlo tarde me serviría en la primera impresión, porque si hubiera entendido que el señor bonachón y sonriente con el que conversaba era uno de los escritores más prolíficos de la historia de Panamá, un grande de las letras que, hasta la fecha ha ganado en diecisiete ocasiones el Premio Ricardo Miró —el certamen literario más importante de mi país—, entonces seguramente no hubiera podido hablar. No hubiera podido entender, descubrir, aprender.

Ernesto Endara me enseñó a ser escritora. Palabras grandes, ya lo sé. Nadie le enseña a escribir a uno. No realmente. Nadie le enseña a leer tampoco. Pero, si uno tiene suerte, hay gente en su vida que de alguna forma u otra le ayuda a encontrar el camino.

La escritura no fue mi primer amor, me dijo ese día, y de un ser de proporciones míticas paso a ser un hombre de carne y hueso. Tampoco fue mi segundo amor, en verdad. Primero fui marino. Después me enamoré de las calderas. De las calderas, sí. Pasé veinte años trabajando en el oficio de básculas y balanzas. Y me encantaba, en serio. Y yo descubrí que se podía ser lo que uno fuera, y al mismo tiempo ser escritor.

Una vez tiré Así habló Zaratustra por la borda de un barco, me dijo horas después, y yo, que había contemplado seriamente tirarlo por el balcón de mi apartamento y no había encontrado las fuerzas, entendí que ser escritor era ser lo que uno fuera, lo que le diera la gana, pero serlo con convicción.

Más tarde iría descubriendo al escritor detrás del hombre. Al señor que nació en 1932 pero que no comenzó a escribir en serio sino hasta que se jubiló. Al de los diecisiete premios Miró. Al de Pantalones cortos, Demasiadas flores para Rodolfo y Receta para ser bonita (mis tres obras favoritas del autor, pero también están Un final feliz y otros finales, La piel del sueño, El veredicto y Las aventuras de Piti Mini); al hombre que, poco a poco, casi sin querer, ha ido reescribiendo la historia de la literatura en Panamá. Al gigante dentro de un hombre sencillo, sonriente, hasta pícaro.

«Váyala peste, esta vaina de leer es toda una delicia», lo escuché decir una vez. Y así es. Una delicia. Especialmente cuando lo leemos a él.

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