Bitácora de un aventurero. El retorno (IV)


Leo

La mañana de ese día lucía esplendorosa y una sonrisa permanente estaba dibujada en mi rostro mientras preparaba la maleta para emprender el regreso. Aunque habían sido días en que mis sentidos se habían enriquecido tanto por aquel primer contacto que tuve con una verdadera gran metrópoli, el momento del retorno me causaba inmensa alegría, principalmente por las condiciones en las que había venido a parar en tal viaje. Recordando más detenidamente, en realidad era una contradicción de emociones, pues por un lado había algo dentro de mí que ansiaba por regresar corriendo a descansar a mi casa, pero también había otro deseo que me hubiera impulsado, de haber podido, a detener el tiempo o a hacerlo eterno, porque a pesar de todos los inconvenientes, la visita bien había valido la pena.

Según yo, luego de haber sobrevivido heroicamente, solo bastaba con ir a la estación de buses y regresar a casa con toda tranquilidad. Como quería economizar lo más que pudiera, y en vista de que me habían sobrado muchos boletos de metro, utilicé este medio de transporte para irme a la Taxqueña, el punto por el que había ingresado a la ciudad. Fue allí cuando se produjo el primer contratiempo. Cuando por fin estuve frente al mostrador luego de hacer una fila larga, la voz lacónica de la mujer que me atendió me explicó que no podría irme, puesto que no había hecho previa reservación. Yo le expliqué que no podía quedarme un día más y que tenía que buscar la manera de ver cómo me acomodaba. Entonces me mandó a otra fila más larga aún, que comencé a seguir tratando de no perder la paciencia pero que terminó por desesperarme al cabo de una hora infructífera en la que seguía parado en el mismo lugar. Alguien detrás del mostrador atravesó una puerta para gritarnos que no había sistema y que ya no había posibilidad de regresar en el último bus que salía ese día. Entonces, cuando ya la fila se había despejado, me acerqué a una de las personas que atendían y le pregunté qué era lo que podía hacer. Esta persona me indicó que todavía había una posibilidad de que pudiera retornar a casa, pero tenía que tomar el metro de regreso a la Estación Cristóbal Colón Norte. Así que cargado como iba, no me quedó otro remedio que devolverme con maletas.

La estación quedaba bastante cerca del Aeropuerto Benito Juárez, porque una o dos estaciones antes de bajarme pasamos viendo, atrás de una malla, un conjunto de pistas aéreas y distintos aviones estacionados frente a varios hangares. Una o dos paradas después llegué al destino que sería mi llave de salida, no sin antes pasar por un par de experiencias amargas. Tal y como me habían indicado, a las tres de la tarde salía el último bus para Tapachula, pero me volví a encontrar el mismo problema: no había hecho reservación con anterioridad y ya no había espacio disponible. Recuerdo que estábamos a 20 o 21 de diciembre y era el último día de trabajo antes de celebrar la navidad. Lo único que podía hacer era volver hasta el 26 o 27, para ver si encontraba lugar. Aquella respuesta que me dieron en el mostrador, fría y desconsoladora, fue emitida como una sentencia de muerte. ¿Qué iba a hacer entonces para sobrevivir los siguientes cinco días si ya ni siquiera tenía dinero para tomar un taxi de regreso a algún lugar incierto del centro de la ciudad? ¿Cómo lograría sobrevivir todo aquel tiempo?

Me fui a sentar con mi maleta al centro de una especie de plazoleta de la estación mientras se me ocurría algo, pero la verdad no encontraba solución alguna y el estado mental en el que me encontraba le daba menos claridad a mi pensamiento. Todo se oscureció a mi alrededor y solo quería que el suelo se abriera para tragarme. Mientras tanto, la gente que llegaba y venía a la estación pasaba sin prestarme mayor atención, mientras que en mi garganta se fue formando un nudo que no me atreví a desbordar dada la educación machista en la que me había criado, aunque quizá ese se convertiría en un recurso útil para recurrir, de ser preciso, a la lástima.

De soslayo logré divisar a un par de hombres uniformados que se lustraban los zapatos arrellanados en una alta silla acolchonada destinada para esos menesteres. Por mi mente pasó una idea que ejecuté más por inercia que por convencimiento de que pudiera ser una empresa de éxito, como si aquel fuera el último recurso de un desesperado a punto de ser ejecutado. Instintivamente me acerqué a ellos y me senté con una mirada desconsolada inclinada totalmente hacia el piso, cual si fuera un miserable pordiosero. Y esa fue precisamente la estrategia acertada. Pienso que he de haber tenido una cara tan miserable para que ellos mismos, los uniformados, me preguntaran qué era lo que me pasaba. Entonces comencé a hablar sin parar, de una manera tan elocuente que de ellos mismos salió la idea de ayudarme. Tal y como lo pensé, eran los conductores del último bus que saldría; y mientras uno se metió a hablar a la oficina con su jefe, el otro me llevó a un lugar desde donde me dijo que tenía que estar atento para que, al recibir la orden, me apresurara a meter mi maleta a los compartimentos del bus. Dicho y hecho. El hombre salió de la oficina y me pidió que me apresurara a realizar la operación. Fui el primero en subir en el bus, aunque mi lugar se encontraba hasta el fondo de la Pulman, en una especie de asiento demasiado bajo y nada acolchado del que me resbalaba cada cinco minutos. Me tocaba estar sentado casi a cuclillas, en una posición demasiado incómoda para hacer un viaje de 18 horas, en el que no podría ni dormir ni leer ni descansar. Pero ahora sí era una cuestión vital irme, porque de haberme quedado otro día más, no tengo ni idea de en dónde me hubiese podido alojar. Es por eso que cuando el bus arrancó, a pesar de las incomodidades, puede respirar con tranquilidad.

Mis últimas imágenes de la ciudad de México fue la de un miserable e inmenso barrio que rezumaba pobreza y que, según mis cálculos, era la ciudad de Nezahualcoyotl. Tengo muy claras esas imágenes, porque el tráfico se había apoderado de la carretera que conducía hacia la ciudad de Puebla, haciendo que el bus se desplazara con una lentitud digna de procesión.

Comenzaba a caer la tarde cuando abandonamos el área metropolitana. Hasta ese momento recordé que por andar tratando de buscar la manera de regresar no había comido nada en todo el día, así que me comí unas cuantas rodajas de pan sándwich y me acabé, de manera precipitada, toda la ración de agua que me quedaba. Los cinco minutos que mi cuerpo lograba mantenerse cómodo antes de resbalarse hacia el suelo no eran tampoco de mucho consuelo. No tenía ventanilla hacia donde distraerme, y aunque la hubiese tenido, las tinieblas de la noche umbría no dejaban ver nada.

Para colmo, el aire acondicionado estaba arruinado, por lo que me di cuenta que habíamos bajado a la costa cuando el calor sofocante se hizo insoportable en el bus. La gente comenzó a apagar sus luces a eso de las once de la noche, por lo que decidí intentar dormir algo, pero fue imposible, no solo por la posición incómoda, sino porque no tenía de dónde agarrarme. Antes de intentar hacerlo me comí otras rodajas de pan, sin saber que ese era el error más grande que podía cometer: casi inmediatamente la sed se hizo presente y ya no tenía ni una sola gota de agua. De ahí comenzó a llegarme al final de la lengua una sensación plomiza y amarga. Nunca antes ni después en toda mi vida he sentido una sensación de sed tan fuerte como la de aquella noche. Lo peor era que, entre más insistía distraer la imaginación, con más fuerza llegaba aquella imagen de agua congelada humedeciendo mi lengua. El agua que reclamaba mi cuerpo comenzó a convertirse en una tortura. La única obsesión de mi voluntad, de pronto, fue aplacar esa sed que mi organismo reclamaba de manera instintiva. Y entre más trataba de burlarla, aparecía con más terquedad, de tal manera que de la desesperación pasé a momentos casi de locura y delirio.

A eso de las tres de la mañana el bus hizo una parada en Matías Romero. La mayoría de personas bajó a abastecerse de provisiones, principalmente de agua, pues el calor, a pesar de ser tan temprano, exigía refrescarse. Mi carácter introvertido ante situaciones adversas no dejó que me acercara a alguien para rogarle por un poco de líquido que hidratara mi cuerpo. Lo peor fue ver cómo aquellas personas satisfacían su necesidad y eso solo despertó más el apetito insaciable que tenía por el líquido. Pero tenía que ser paciente. Faltaban pocas horas para que amaneciera, a pesar de lo trastornado que estaba ya por la falta de comida, sueño y agua. Cuando por fin nos fuimos de aquel lugar, pude dormitar un poco. Aunque la sed no desapareció, pude tranquilizarme un poco porque conforme iba aproximándose la aurora, refrescaba un poco más.

Al amanecer llegamos a Arriaga, ya en el estado de Chiapas. Era muy temprano todavía y en la población apenas se divisaban como siluetas las figuras madrugadoras de los campesinos dispuestos a comenzar sus faenas. Al arribar a Tonalá, había caído por completo el día. Hasta allí fue que logré conseguir un asiento decente donde podría dormitar con un poco de más comodidad, aunque fue imposible que durmiera. Luego, el viaje por toda la costa chiapaneca fue de una monotonía que comía kilómetros de verdor y de campo. Completamente extenuado, lo único que lograba llamar mi atención de vez en cuando era alguna casa con techo de bajareque o alguna estampa de la vida campestre chiapaneca, tan parecida a la nuestra, solo que con el agravante de que en el territorio mexicano todo parecía cobrar dimensiones colosales, de manera que las enormes extensiones de campo sembrado o de bosque tropical se percibían mucho más desoladoras que las de los países pequeños como el mío. Esa era la fama que México había ganado durante la colonización: inmensos territorios donde no se veía una sola alma y que le daban aquel matiz tétrico, como los paisajes descritos por Rulfo en el Pedro Páramo.

Así, fui desandando aquel camino de pueblos por los que había pasado de ida hacía más de una semana: Pijijiapán, Izcuintla, Huixtla. Así me fui cruzando cada uno de esos lugares mientras la mañana avanzaba, hasta que en un giro comencé a divisar, hacia el norte, el imponente volcán de Tacaná que hacía frontera natural con mi país. Un par de vueltas más y entré de nuevo a la ciudad de Tapachula. Esta vez no hubo contemplaciones: me bajé de inmediato del bus dispuesto a cruzar la frontera lo más pronto posible. Recuerdo todavía que cuando fui por mi valija, los conductores del bus me sugirieron que les diera algo de dinero. Ya me habían hablado de ese sentido de la corrupción que tienen ciertos mexicanos en ruta de viaje. Lo sentí mucho por ellos, pero yo había sido muy claro desde el principio: ya no tenía dinero. Lo poco que me quedaba era para tomar el transporte público que me llevaría a la frontera. Ellos no parecieron quedar satisfechos con mi respuesta, pero como trabajadores de la línea de transporte que eran, prefirieron no insistir y solo hicieron un gesto de desaprobación como si se hubieran arrepentido de hacerme aquel favor.

Ya no podía pagar un taxi porque solo me quedaban unos cuantos pesos, así que tuve que acomodarme lo mejor que pude en un pequeño vehículo colectivo que me llevó de nuevo a la frontera. En cuanto bajé, antes de pasar por migración, me atravesé corriendo el puente que atraviesa el río Suchiate, y ya del lado guatemalteco me compré con quetzales un litro de Coca-Cola que casi me acabo de un sorbo largo como el viaje de 18 horas que acababa de hacer. En realidad no me bebí toda el agua de “a tesón”, como se suele decir popularmente en Guatemala, por el mismo gas que contenía, porque mis labios, en cuanto entraron en contacto con el envase, lo besaron con ahínco y vehemencia.

Volví al lado mexicano para pasar por las oficinas de migración ya satisfecho. Curiosamente, en la fila me encontré a uno de los oficiales que me había interrogado cuando entré al territorio mexicano. En esa ocasión había sido el que más desconfianza me había mostrado. Al verme me habló con más familiaridad y me preguntó cómo me había ido. Yo creo que a él mismo le extrañó verme de regreso porque puedo jurar que el día del interrogatorio él estaba seguro que mi plan era pasarme de ilegal a Estados Unidos.

El bus de la Galgos no salía de la frontera hasta las cuatro de la tarde. Tuve tiempo para almorzar bien y tratar de descansar antes de hacer el último trayecto de aproximadamente seis horas. El viaje de regreso a la capital fue tranquilo, aunque haciendo parada en cada poblado o cabecera departamental por la que pasábamos. Por fin, cuando íbamos subiendo por Palín aún en la carretera vieja y comencé a sentir el clima fresco y templado de la ciudad, cerré los ojos sin dar crédito a que ya estaba demasiado cerca de mi casa, más o menos a una hora de camino.

Comía ansias por bajarme del bus y verme caminando ya por las calles de mi ciudad, la cual ya no volvería a ver como antes luego de la experiencia en la gran metrópoli mexicana. Pero a pesar de eso, cuando respiré el aire de los vendedores de la 18 calle sentí por primera vez que la ciudad me protegía, con todo y los peligros que hay en ella. En realidad solo me crucé la séptima avenida para tomar el Metrobus, que todavía existía en aquel tiempo. Hasta me pareció cómico que tuve que prestarle a un transeúnte cualquiera el equivalente al pasaje para poder regresar a mi casa.

Finalmente, entré a mi casa a eso de las diez y media de la noche. Solo tiré las maletas y me acosté a dormir. Pasé tres días tratando de recuperar el cansancio y la cama me jalaba con insistencia voraz. Solo me levantaba para dar un par de vueltas y la cama me volvía a llamar.

Bueno, al otro día tuve que abandonar la cama por la tarde ante un hecho que había ocurrido en mi ausencia. El día anterior había fallecido la abuela de mis hermanos y, ante el aprecio que le tenía a esta señora, decidí asistir al cementerio. Mientras me bañaba, escuchaba las noticias. La noticia del día era que ese día, desde muy temprano, un ejército de campesinos autodenominados los zapatistas (en alusión al líder revolucionario Emiliano Zapata) había tomado las carreteras del estado de Chiapas en reclamo de mejores condiciones de vida al gobierno, que tenía abandonado y empobrecido el sur de México. Pienso que al final tuve mucho más suerte de lo que pensé, porque al parecer en esos días cercanos a la navidad de 1993 el estado de Chiapas se había quedado incomunicado y era muy peligroso aventurarse por sus carreteras. Los zapatistas siguieron su lucha algunos años después como grupo subversivo, pero ahora con una sonrisa de incredulidad recuerdo lo cerca que estuve de haber quedado atrapado en alguna emboscada. Imaginaba entonces aquella hipótesis y volvía a reír con escepticismo. Era lo último que me pudo haber pasado.

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