Un confuso despertar (I): Revolución y cosmética


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Ética y democracia

Llamamos ética a un conjunto de prescripciones que, sin llegar a constituirse en leyes, se fundan sobre la experiencia y la lógica para buscar el bienestar y la convivencia armoniosa del ser humano, como individuo y como especie. Normalmente su aplicación está asociada al derecho, la moral, la religión o la política; sin embargo, ha quedado demostrado que su aplicación puede ser tan amplia que bien puede servir como directriz para la economía, la medicina o la agricultura, pues más que indagar sobre los principios que hacen funcionar cada una de estas ciencias, su fin es buscar la sobrevivencia de la especie.

Emil Durkheim, en su libro De la división social del trabajo, intentó establecer una genealogía de la moral y el derecho, demostrando que si bien es cierto que toda ley empieza por ser una costumbre, dicha costumbre está basada en el respeto a nuestros semejantes y la conveniencia del colectivo.

Miente la moral utilitarista cuando dice que en principio cada ser humano busca su propia conveniencia, aún si esto perjudica al colectivo. Si así fuera, no hubiésemos sobrevivido a los seis millones de años que costó la evolución de nuestra especie. El egoísmo como principio y el individualismo como ética del empresariado actual es producto de las circunstancias que fraguaron el desarrollo tecnológico, económico y militar de los últimos seiscientos años.

La ética, aunque no pueda dar leyes universales, contiene valores que son la base del derecho positivo, es decir, de las leyes que no se fundamentan en las prohibiciones y las penas, sino en los derechos y deberes. El respeto a la vida, el protección a la niñez y la mujer, la igualdad de oportunidades, la libertad de elegir y el respeto a la propiedad privada, son principios en los que están basadas las constituciones políticas de todo el mundo, como un logro de las revoluciones que depusieron a las monarquías que amparadas en la costumbre, la guerra y la religión, detentaron el poder desde el Imperio romano hasta fines del siglo XVIII en Europa.

Ahora bien, la forma en que estos valores se han transmitido hasta nuestros días y hasta nuestras tierras tiene serias fallas desde su mismo origen. Para comprender esto es necesario recordar que para nosotros la Revolución Industrial llegó con casi doscientos años de retraso; que los gobiernos no fueron electos para gobernar, sino para explotar unas tierras (y por lo tanto a un pueblo) que necesitaban los reyes y la burguesía europea para continuar en el poder, que nuestras luchas políticas han obedecido más a la indignación de los mandos medios que a un programa de cambios dirigido a mejorar las condiciones de vida para todos los integrantes de esta sociedad.

Revolución y cosmética

La falta de valores que acusa el estado en Guatemala y el resto de Latinoamérica, tiene como origen el desplazamiento de poderes ocurrido en Europa a finales del siglo XVII. El comercio que se imponía sobre príncipes y clérigos no hizo más que financiar guerras entre distintos países, que empobrecidos y desarticulados, participaron de la invasión a América, como último recurso para abastecerse. Las colonias en América nunca fueron vistas en condición de paridad como integrantes de la organización política de los países a los cuales pertenecieron. Eran vistos nada más como tierras de saqueo, y de ahí proviene la costumbre de los gobernantes latinoamericanos por hacer rapiña de los recursos existentes en sus respectivos territorios.

Después de un corto período de bonanza conocido como “La Ilustración”, la riqueza obtenida pasó de todas formas a manos de la incipiente burguesía, de modo que la estabilidad política volvió a tambalearse y la pobreza a oprimir al pueblo. La revolución fue inevitable, sin embargo, desde que la bandera de la revolución fue alzada por la burguesía enriquecida en el comercio internacional a finales del siglo XVIII se debió comprender que el estado había sido superado y que de ahí en adelante cualquier planteamiento legislativo serviría solo como un atenuante para garantizar su orden funcional y la obediencia de las masas empobrecidas, ya fuesen campesinos, obreros fabriles o servidores públicos como salubristas, policías y soldados.

Ni Cromwell, Robespierre o Lenin pertenecieron realmente a “las masas proletarias” que impulsaron las luchas reivindicativas en sus respectivos países. La ejecución de caudillos capaces de movilizar a obreros y campesinos tras el aparente triunfo de la revolución es la confirmación de la ambición de poder y riqueza que alentaban a dichos revolucionarios.

Si el principio de igualdad tuvo una mayor duración en el viejo continente, fue porque allí sí existía una clase media formada, mientras que en América aún vivíamos en la esclavitud, donde el derecho a llamarse “ciudadano” era exclusivo de quienes habían participado del saqueo de estas tierras. La clase gobernante estaba (y lo está todavía) tan habituada a la desigualdad, que sus propuestas políticas solamente consisten en garantizar la continuidad de la explotación. Es por ello que las constituciones de Latinoamérica, inspiradas en la Revolución francesa, son letra muerta. Se considera un gasto innecesario la cultura, la educación y hasta la salud para los pobres.

Aquí ni siquiera podemos hablar de respeto a la propiedad privada. Por una parte, porque es un concepto inexistente entre los pueblos indígenas originarios; y por otra, porque el principio moral de los conquistadores es usufructuar por medio de la violencia.

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