El enamorado de la Osa Mayor (II)


Alfonso Guido_ Perfil Casi literalExisten tres maneras de pasar a figurar en la historia como una persona extraordinaria. La primera consiste, por supuesto, en haber tenido una vida lo suficiente y honestamente digna como para motivar a alguien a contarla (curiosamente, esta resulta siendo la menos viable). La segunda consiste en tomar un solo hecho de la propia vida —que en realidad podría tratarse de un hecho común y corriente, y hasta de una mentira— y dejar que el imaginario colectivo lo tergiverse a su antojo hasta convertirlo en una leyenda; y la tercera, la más descarada pero a la vez la más infalible de todas, es contar tu propia historia “verídica”, claro: con tus propias mentiras.

El enamorado de la Osa Mayor es el título que tiene la autobiografía —y única biografía “oficial” conocida hasta ahora— de Sergiusz Piasecki, un bandolero polaco de vida extraordinaria sobre el cuál empecé este artículo hace algunas semanas; pero lo más triste, penoso y hasta patético del caso —y también lo más tierno, por qué no decirlo— es que él fue la única persona en el mundo que murió creyendo que se trataba, en efecto, de la verídica y auténtica historia de su vida: “contada por él mismo”, nada más y nada menos, qué tal. En otras palabras, y como suele decir a cada rato mi madre: solo él se la tragó enterita.

Y en efecto, luego de un historial delictivo como bandolero de la más alta calaña, nadie quiso creer que él fuera ese muchacho bonachón y buen mozo que protagoniza la novela (digo, la “biografía”, con su perdón, señor Piasecki) y que inocentemente, por pura necesidad, acaso una fuerza ajena a su voluntad, empieza a contrabandear solamente peines de plástico, espejitos, pedacitos de cuero y suelas de calzado, entre otro tipo de productos inofensivos y de mínimo valor; o sea, nada grave, simplemente “de ese tipo de baratijas que les encanta comercializar a los judíos”, según él; así como tampoco quisieron creer que ese bandolerito “de a mentiritas” haya sido el hombre más deseado y amado por las mujeres más hermosas, castas y pulcras de Minsk y sus alrededores; pero sobre todo, que se tratara del contrabandista más bueno y gentil que haya cruzado alguna vez fronteras rusas, incapaz de desenvainar su parabellum (sí, claro, adivinen qué: que tampoco llegó a sus manos por voluntad propia) para hacerle daño a alguien.

Acaso para quedar bien con él y a la vez no hacerlo quedar en demasiado ridículo, algún editor bonachón decidió publicar su historia encasillándola bajo el sello de “novela biográfica”, etiqueta de por sí espantosa y referente de muy mala literatura (cosa que en realidad esta obra no lo es del todo), pero con la que, sin embargo, llegó a ser traducida a muchos idiomas, y además muy elogiada y reconocida (claro, sobre todo en Europa, hay que decirlo).

Hoy siento nostalgia al recordar que El enamorado de la Osa Mayor, con todo y sus mentiras y con todo y sus carencias literarias (de las que no me daría cuenta sino hasta muchos años después, por supuesto), fue el primer libro de casi 400 páginas y de letra pequeña que me volé de pasta a pasta, sentado en una mecedora colocada bajo el techo de zinc de un pasillo que colindaba con un jardín tropical que años más tarde se llegaría a convertir en un porche insípido con cielo raso. Creo que entre todos los libros viejos de literatura que habían en la casa, esa era una de las pocas novelas, si es que no la única. Sin embargo, ¿quién, siendo un púbero pre-adolescente de trópico necesita los viajes extraordinarios de las novelas de Verne cuando dispone de la historia “verídica” de un tipo temerario y osado que hacía cosas ilegales a su antojo, y que además se acostaba con las mujeres centroeuropeas más hermosas y agraciadas, de ojos azules, de hermosas piernas y senos y caderas prominentes? Porque solo gracias a la literatura uno puede lograr cosas extraordinarias, como por ejemplo convertirse en la persona más valiente del mundo, experimentar travesías increíbles en lugares insospechados o incluso tener un idilio con la persona que más se le antoje a uno; pero lo mejor de todo: creérselo; sino pregúntenselo a Sergiusz Piasecki.

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