Un confuso despertar (II): La crisis actual


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La crisis actual

Si pudiéramos decir cuáles han sido los valores pisoteados que provocaron las manifestaciones masivas recientes en Guatemala, no hay otro que este último: el respeto a la propiedad privada.

La ética empresarial, y no digamos las iglesias evangélicas, consideran la riqueza como un valor moral; pero llevamos tanto tiempo de ser despojados sin ver oportunidades de mejorar nuestra forma de vida con honestidad, que la reacción era de esperarse. La extorsión a los comerciantes ha pasado a ser una de las actividades económicas que mantienen el capital circulante en el país (más de 50 millones anuales, según estadísticas de los casos denunciados), y para nadie es un secreto que el Ministerio Público, la Policía Nacional Civil y el Ejército están implicados en la violencia con que se lleva a cabo. Mientras tanto, el estado es incapaz de defender las necesidades básicas de la población. La clase media se ha visto empobrecida, y los más pobres, completamente desahuciados.

Una acusación dirigida por la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, que demuestra con pruebas fehacientes la forma en que la administración púbica roba el erario nacional, ha desatado la respuesta indignada de cientos de guatemaltecos en las áreas urbanas. Esto demuestra que se ha llegado a cierta fase de madurez política entre la clase media guatemalteca, y aunque se reconozca un hecho positivo en que así ocurra, sin embargo, no deja de resultar preocupante la disociación ética que esta indignación demuestra. Probado está que el actual presidente participó directamente en el genocidio contra el pueblo Ixil durante el conflicto armado y que ha continuado asesinando campesinos y encarcelando a líderes comunitarios durante su período; y sin embargo, la protesta no se dirige a defender la vida, la libertad de expresión o los medios de subsistencia de la población, sino el erario público.

Además, entre los mensajes enarbolados por la manifestación estaba el mensaje:  “Esta es la primera manifestación que se realiza sin acarreados”, que si bien pudiera expresar el repudio ciudadano ante la manipulación de los partidos políticos, entraña todo el racismo, ignorancia y falta de visión de la que es capaz el ladino de clase media. No se habían integrado aún las demandas de la población indígena y sin embargo ya estaban descalificándolas.

En la capital estamos tan indignados por el robo descarado del erario público como lo estamos ante el cinismo del alcalde y su promoción de «capital iberoamericana de la cultura». La completa falta de contrapropuestas en esta área, a la cual pertenecen no pocos de los manifestantes, es la prueba contundente de la deriva ideológica y cultural en que hemos vivido durante los últimos 30 años. Porque ahí sí, no somos acarreados pero basta nada más con que nos «arreen» para llenar el Domo, el Teatro Nacional o el Cine Lux (siempre que las obras y las compañías sean importadas), apoyando una forma de cultura de la cual no somos más que consumidores pasivos.

Esto no significa demeritar la indignación que muestran los capitalinos. Después de todo, la clase obrera urbana ha sido golpeada duramente durante el conflicto armado y no existe ningún respeto a sus derechos laborales. Gente que ha sido despedida sin indemnización después de muchos años de trabajo, el grave estado en que se encuentra la salud pública y las multas injustificadas de la policía son solo algunas de las muchas causas que se pueden enumerar. Sin embargo “los otros” chapines, aquéllos para quienes la patria es un pueblo con calles enlodadas, que nunca en su vida han tenido un contrato de trabajo, que sufren desde siempre la falta de agua, educación y salud a causa de la eterna corrupción, han guardado su distancia, desconfiados, al ver cómo la farsante izquierda se daba la mano con la derecha neoliberal. Estamos hablando de dos momentos distintos en este largo camino para la toma de conciencia histórica. Uno, es la necesaria sacudida del correlato implícito al estado guatemalteco, instaurado por la burguesía y sostenido mediante la violencia; otro, la integración de las demandas de cada sector de esta sociedad para construir un proyecto de nación, algo que ni siquiera los revolucionarios de izquierda llegaron a tener nunca.

El derecho de la impunidad

Que haya corrupción administrativa es algo que sabemos ya todos desde hace tiempo; pero exigir la renuncia de los empleados pùblicos  y no una reorganización completa del sistema tributario que está hecho para beneficio de los monopolios nacionales y las concesiones a empresas extranjeras, es una incongruencia.

La respuesta desde las instituciones estatales no se ha hecho esperar. Tan pronto como se anunció que peligraba la inversión extranjera, el empresariado local junto a diversos oportunistas se ha lanzado a proponer una reforma a la ley electoral y de partidos políticos, » en defensa del estado de derecho».

Es mejor que seamos claros: «el estado de derecho» del que hablaba Montesquieu es casi un cuento de hadas. Una vez que el capital de las empresas multinacionales sobrepasa al estado, la igualdad ante la ley es imposible. La tarea que debía cumplir este gobierno de corte militar era habilitar el corredor seco y garantizar la seguridad, no para la población, sino para las concesiones mineras y otros proyectos que implicaban capital internacional. No pudieron garantizar la incursión de estas empresas, así que ahora la CICIG destruye su carrera política. Pero, ¿acaso estarán dispuestos a reembolsar al estado de Guatemala? ¿Quién fiscalizará la correcta utilización del presupuesto nacional? ¿Por qué desembarcan tantos soldados norteamericanos en nuestras costas?

La intervención del Departamento del Tesoro de Estados Unidos en la Superintendencia de Administración Tributaria guatemalteca, es otra de las pruebas de que la crisis estaba planificada. La denuncia casi simultánea de la corrupción en el seguro social es otra manera de sacar del panorama político a personas cuyos delitos abarcan otros ámbitos más oscuros como el narcotráfico, el crimen organizado y el lavado de dinero.

El temor que ha cundido entre quienes detentan los monopolios y de algún modo han dirigido el país desde la firma de la paz, es la conciencia de que la mayoría de altos mandos del ejército guatemalteco ahora es parte del narcotráfico, que éstos manipulan los partidos políticos y que esta es una organización internacional tan grande que supera a casi todos los estados de la región.

Mientras la atención se concentra en la ciudad, los líderes campesinos son capturados y el estado de terror afina sus estrategias trayendo del pasado sangriento a Alejandro Maldonado, dirigente de las persecuciones y torturas ocurridas en áreas urbanas durante el conflicto armado.

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