Renunció el presidente… ¿y ahora?


Alfonso Guido_ Perfil Casi literalHoy amanecí con la noticia de la renuncia del hasta ayer presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina.

Hace algunos meses escribí un artículo en el que dejaba en claro mi escepticismo con respecto al verdadero objeto de las marchas y protestas que exigían la renuncia de la dupla presidencial, argumentando que en países como los nuestros la voz del pueblo nunca es escuchada y que ese tipo de acciones pacíficas no funcionan en naciones gobernadas por algunos cuántos oligarcas y opresores.

Tanto así era mi escepticismo en aquel entonces que lancé una apuesta al aire: 1,000 libros de mi librera a que el presidente terminaba el mandato para el que fue electo; sin embargo, ni siquiera el más optimista de los idealistas se atrevió a aceptar el reto. Supongo que en aquel entonces -30 de abril- al igual que yo, nadie apostaba por la posibilidad real de que fuese a suceder algo como lo que ocurrió hoy y la única respuesta que recibí de vuelta fue la de alguien que me propuso una apuesta más realista que la mía: «que sean cinco libros», y acepté.

Hoy, más allá de los cinco libros que perdí (y que por supuesto, seguro que me van a doler más que una patada en la espina dorsal, ya ni pensar qué hubiese sentido al tener que entregar prácticamente toda mi biblioteca) he recibido la más gratificante lección de idealismo, de heroísmo y hasta de humildad por parte de una gran cantidad de amigos, muchos de ellos colaboradores cercanos a esta revista y que han dejado en claro desde siempre su fervor patrio; algo de lo que por alguna u otra razón yo he carecido toda la vida.

No tengo que decir nombres porque todos ellos, que son la mayoría, saben quiénes son: los mismos y las mismas que durante todos estos meses me han enviado sus proclamas y manifiestos políticos -según ellos, muy bien disfrazados de artículos culturales- casi al mismo tiempo que salían a las calles para hacerse escuchar. Ellos y ellas, mismos a quienes no soy capaz de contradecir y mucho menos de censurar muy a pesar de no compartir del todo su punto de vista, pasión y entrega, son quienes no dejaron de estar presentes en las manifestaciones que se armaron frente a la Plaza de la Constitución desde el pasado 25 de abril y que además, como una bofetada, me han demostrado que en pleno siglo XXI, con todo y su deshumanización y su banalidad, con todo y su clasismo y su maldita burocacia a tope, un idealismo romántico todavía es posible.

Ahora bien, debo aclarar que sigo firme en que la más viable solución del problema no consiste en destronar del poder a algunos gobernantes y reemplazarlos por otros, porque éstos otros y otros más vendrán a continuar escribiendo la historia de siempre. La historia -sobre todo la nuestra, la de América Latina- siempre nos ha demostrado que por cada idiota que se va, vendrá otro todavía más idiota que el anterior, y por lo tanto la única y verdadera solución -sí, muy a pesar se que suene a cliché viejo y gastado- consiste en empezar por los orígenes, por la raiz: por uno mismo; y de esa forma pasar a ser un ejemplo para nuestras propias familias, para nuestros hijos y por ende para las generaciones futuras, para que el día de mañana no se conviertan en los idiotas que continúen escribiendo lo que tristemente hoy muchos conocemos aburridos y resignados como la «realidad que nos tocó vivir». Porque no solo basta con llevar a nuestros hijos a las manifestaciones a que aprendan de nuestro ejemplo de patriotismo, sino también sentarnos con ellos, literalmente, a leer y repasar cada una de las páginas hirientes y marchitas de nuestra historia -tan frecuentemente olvidada- hasta que lleguen a repudiarla por completo: los qué, los cuáles, los quiénes y los porqué de que nuestra realidad, la de ellos mismos, sea esta y no otra.

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