Libros de escuela


Lissete E. Lanuza SáenzEn estos días, conversando con alguien sobre el tema de la educación, me senté a hacer una lista de los libros que tuve que leer en la escuela. Pasando por Don Quijote, La Ilíada, El Príncipe y La metamorfosis, clásicos universales, recuerdo haber leído Loma ardiente y vestida de sol (el único libro panameño que recuerdo) y Cien años de soledad.

No hay un libro de esos que adore con locura. No hay un libro de esos que haya amado con locura cuando los leí por primera vez.

Si el propósito de mis maestros era despertar en mí el amor por la lectura, me gustaría decirles en este momento que fallaron. No solo conmigo, sino con absolutamente todos los estudiantes que han pasado por sus aulas. Nadie quiere ni debe leer El Quijote a los doce años. Nadie entiende La metamorfosis a los quince. Hay gente como yo que tiene la suerte de recibir otro tipo de educación en casa y hay gente que, a pesar de todo esto, continuará leyendo. Pero no son todos. Ni siquiera son la mayoría.

¿Qué hubiera sido de mí y de mis compañeros si en vez de leer Cien años de soledad hubiéramos leído la mucho más digerible Crónica de una muerte anunciada? ¿Qué tanto aprecio tendríamos por los escritores panameños si hubiéramos tenido que leer a Ernesto Endara, a Cesar Young Núñez, a Rogelio Sinán? ¿Qué idea de la mitología tendríamos si hubiéramos leído La Odisea en vez de La Ilíada? ¿Qué tipo de personas seriamos si nos hubieran enseñado a amar la lectura desde niños?

Tampoco es hacerlo demasiado fácil. No pido que dejemos de enseñar obras de calidad para leer Crepúsculo, mucho menos Cincuenta sombras de Grey; pero sí creo que es hora de que regresemos a Verne, a Dickens, a Mark Twain. Que dejemos El Príncipe para aquellos que estudian derecho o filosofía. Que pensemos en el niño y no en el currículo.

Es la única manera de hacer de este mágico mundo de la lectura algo que nuestros jóvenes quieran visitar, descubrir, compartir. Es la única manera de criar adultos que algún día quieran leer todos esos libros que de niños pretendimos obligarlos a querer.

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