La búsqueda juvenil de la expresividad en La maestra, de Enrique Buenaventura


LeoEsta semana recibí la invitación para presenciar el examen de dirección de una estudiante de teatro de la Universidad Popular, quizá un poco predispuesto a pensar de manera errada que, por ser trabajos de estudiantes, son espectáculos que necesitan “cocinarse” más. Sin embargo, con todas las limitaciones que puedan existir, fue una grata sorpresa ver el esfuerzo por buscar novedosas formas expresivas de estos artistas en formación. De hecho, una parte de mí siempre me ha llevado a pensar que la tal línea que separa a los trabajos en formación de aquellos considerados “profesionales”, muchas veces es una ilusión que parte del hecho un tanto ingenuo de considerar profesional el trabajo de teatro que se presentan en los espacios convencionales y por los cuales se cobra una cantidad, sin tomar en cuenta que en Guatemala, por muchos años se hizo y todavía se sigue haciendo teatro empírico, que por ser empírico tampoco necesariamente es de mala calidad.

No quiero decir que estas puestas en escena sean perfectas y que no se les deba valorar en su justa dimensión. Lo que sí me llama la atención es la seriedad con la que, a veces, los estudiantes toman su trabajo, cuyas propuestas se equiparan a juegos escénicos experimentales que bien podrían ponerse a la par de otras puestas en escena existentes en la oferta de mercado que genera el supuesto “mundo profesional”, donde muchas veces pareciera reinar la apatía y el deseo de complacer a un público que no está acostumbrado a exigir espectáculos de calidad. Con esto tampoco digo que lo que se presenta en el incipiente mercado teatral carezca de méritos, sino más bien que las propuestas experimentales, por lo general, se mantienen en un estatus de marginalidad que no pasan de ser meras “curiosidades escénicas” para un público que todavía piensa en el teatro decimonónico de oropel y encaje. Pero ese es punto aparte.

La maestra es una puesta en escena dirigida por la joven estudiante Zaira Marleny basada en el texto del colombiano Enrique Buenaventura, e interpretada por los nóveles actores Isis Pamela Pineda y Anthony Bravo. Aunque no es novedoso el uso de espacios no convencionales para la representación, la directora tiene la acertada idea de presentarla en una terraza, en la que los dos actores juegan un poco a trapecistas que juegan con los nervios del público, quienes observan a vista de águila desde dos pasadizos en un segundo y tercer nivel a mayor altura que la terraza. Esta visión casi de planta en el interior de una edificación con pinceladas de Art Decó y la violencia mostrada en las acciones terminan por darle al espacio un toque de locación de película expresionista alemana, muy propicia al tema que se desarrolla.

La dramaturgia puede dividirse en dos partes: “en la primera, por medio del monólogo, la maestra surge de ultratumba, cuenta su propio entierro, las angustias de sus seres queridos y el temor del pueblo por el estallido de actos violentos. La segunda, narra la fundación del pueblo, la llegada intempestiva de los soldados, la repartición de tierras y cargos públicos, el asesinato de su padre, la violación y suicidio de la protagonista. La narración de la maestra, como un ser del más allá, alterna con las acciones de los seres humanos, presentando en el escenario dos niveles de espacios escénicos” (Bravo Realpe, Nubia. La violencia en la dramaturgia de Enrique Buenaventura, Estudios de Literatura Colombiana, No. 7, julio-diciembre, 2000, Universidad Valle del Cauca, P.p. 50-51).

En realidad, La maestra, como bien lo explicó la propia directora en el foro que siguió a la presentación, es un intento de universalización del tema de la violencia producida por la represión política, tema que en América Latina puede convertirse en un leitmotiv clásico en sus expresiones artísticas. En un intento de eliminar cualquier dato que pueda contextualizar en un lugar determinado los hechos, la directora y sus actores hacen una depuración del texto, que da como resultado una neutralidad que bien podría ser valedera para cualquier sociedad latinoamericana, las cuales han vivido procesos históricos paralelos. De ahí que, aunque los hechos no tengan una ubicación espacial precisa, no dejan de ser ajenos para el espectador informado.

La puesta en escena demuestra, una vez más, que para hacer teatro no se necesita de una grande parafernalia ni un espacio convencional, sino más bien un deseo grande de expresar a partir de los mismos recursos del actor: el cuerpo y la voz. Pocos y sencillos son los recursos externos utilizados, y sin embargo, ricas las imágenes obtenidas. Una admirable ejecución física de dos cuerpos en sintonía que hacen de los hechos una danza del dolor, la eterna danza del oprimido y del opresor; una danza macabra que remite al líquido amniótico del nacimiento, paraíso al que deseamos volver con la muerte, luego de vivir la terrible experiencia de la vida. De ahí que la inclusión del agua en todo el espacio escénico es uno de los símbolos más potentes y sugestivos que enmarcan la lucha entre la vida y la muerte de La maestra. Más convencionales y menos organicistas son otros signos, como la rosa blanca desflorada en el momento de la violación o la manta que simula el útero-tumba, pero no por eso menos expresivos.

Finalmente, uno de esos pocos trabajos donde la acción tiene preeminencia sobre las palabras. En palabras más sencillas, mucha acción y poco texto, lo que nos lleva a pensar que el germen del teatro, más que centrarse casi exclusivamente en el signo de la palabra puede descubrirse en la maravilla de la acción, que bien expresada distingue al teatro de la literatura o lo “desliteraturiza”.

Tuve la oportunidad de intercambiar unas cuantas palabras con la joven directora al final de la actividad, en la que me permití recomendarle que continúe trabajando en esta línea, pues de verdad que son muy pocos los trabajos experimentales que el espectador guatemalteco tiene oportunidad de ver. Debo confesar que me alegró mucho que ella me comentara que espera presentar su trabajo próximamente en un festival de teatro en Chichicastenango, no solo porque es un gratificante estímulo para que el esfuerzo se vea recompensado, sino porque se abre una oportunidad de ver un teatro bien pensado y al mismo tiempo con garra juvenil en otros espacios que van más allá de las aulas teatrales.

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