La experiencia estética


LeoDe los artistas y de los amantes de la belleza se tiene un estereotipo que los aproxima a flores marchitas enclaustradas en una jaula de oro, adormiladas en un mustio jardín arcádico. Se dice que son tipos melancólicos o flemáticos que dejan correr la vida en una letárgica actitud pasiva. No obstante, contrario a este clise, estas personas suelen estar llenas de vitalidad y mantienen una actitud activa presta a la aventura. Claro que en la historia se han dado casos de que aquellas personas intensas que, guiadas por una exacerbación visceral, han terminado destruidas o en la mayor de las ruinas. Sin embargo me atrevería a dudar que esta inclinación decididamente romántica ha surgido como consecuencia de una mera contemplación pasiva, sino más bien producto de un sentimiento de plenitud desbordado que al no encontrar cauces adecuados, termina por rebalsar al individuo mismo.

Esta introducción me sirve para ilustrar otro aspecto de interés que reviste la actividad creadora encaminada a la producción de objetos bellos o la actividad contemplativa encaminada a apreciar la belleza. Me refiero a la experiencia estética.

¿Cómo poder definir la experiencia estética: ese estado emotivo tan especial que nos puede llegar a estremecer hasta sentir que rodamos por el abismo de la vida? ¿Cómo diferenciar esta experiencia de otras que simplemente se limitan a transmitirnos placer y satisfacer alguna necesidad orgánica? Porque obviamente que al comer, al dormir, al ver a un ser atractivo e incluso al defecar y al orinar sentimos placer, pero jamás nos atreveríamos a pensar que ese placer es de la misma naturaleza que sentimos al enamorarnos, al contemplar un celaje, al escuchar una melodía o al apreciar una pintura.

Comencemos definiendo el origen de la palabra estética, que procede de la voz griega aisthetikós, que significa sensible. Estamos hablando de esa capacidad que tiene el ser humano para percibir sensaciones, pero que en nuestro buen español se emplea para sentir la belleza y diferenciarla de la fealdad. Significa esto que un proceso tan complicado como este no es simple producto de la inspiración ni depende de la benevolencia de los dioses, sino más bien de un proceso fisiológico que tiene como base una conexión entre los centros sensitivos, afectivos, motores y superiores del pensamiento en la corteza cerebral. En otras palabras, no hay nada de espacial ni misterioso en esta experiencia ni tampoco representa privilegio de unos cuantos escogidos.

La experiencia estética es, entonces, el encuentro que el ser humano tiene con la belleza, ya sea porque la capta o la aprecia o porque la produce. Esta experiencia se caracteriza por una intensa emoción vital distinta a la reflexión intelectual que de ella pueda hacerse. Su intensidad es inversamente proporcional al tiempo que permanece. Sin embargo, los breves instantes que perdura cobran un significado tan especial que es capaz de desvanecer las experiencias cotidianas.

Cuando una persona se embarca en la aventura de esta experiencia, puede transformar su visión de la realidad, pues esta cobra un nuevo sentido que parece hacer más llevadera la existencia. Es por esta razón que bajo sus efectos pareciera que el sentido del tiempo se acelera de tal manera que en pocos instantes se es capaz de vivir la eternidad y saltar del presente al pasado o al futuro.

De esta sensación pueden dar fe las personas apasionadas por contemplar arte o los mismos artistas que durante el proceso de creación experimentan un estado de olvido de sí mismo. El poder que ejerce crear o contemplar la belleza puede ser tan hipnótico, que el sujeto llega a ser capaz de abandonarse en la forma bella, ya sea natural o artística. Pero una vez de vuelta de este estado especial, la realidad se puede saborear de una forma más amarga.

De manera involuntaria cualquier persona es capaz de sumergirse en esta aventura. Es común que hasta los individuos que se consideran más insensibles son capaces de sobrecogerse ante la mirada de ternura de un niño. Sin embargo, acrecentar las posibilidades para entrar en este misterioso estado dependerá de la disposición que se tenga. En otras palabras, apreciar o producir la belleza es un proceso que puede aprenderse. Hacerlo requiere mucha paciencia, pero también implica una actitud abierta ante los estímulos que nos rodean. Es una especie de “dejarse llevar”, eliminando cualquier obstáculo de índole psicológica que pueda convertirse en prejuicio hacia nuestro sistema sensitivo.

Por supuesto que al hablar de belleza no me refiero (y hago de nuevo la aclaración) a lo que convencionalmente entendemos como “bonito”. Es un sentimiento que trasciende, que pareciera llevarnos al límite de lo que podríamos soportar. Esta errónea creencia sería el primer obstáculo que encontraríamos para intentar tener una experiencia estética deliberadamente, quizá al sentarnos a apreciar una pintura, quizá al escuchar un concierto o ver una obra de teatro.

Tenía un amigo que no podía entender cómo la muerte, la destrucción humana, la devastación de la naturaleza, el silencio y la impotencia podían producir experiencias estéticas. Tenía pensamientos preconcebidos acerca de lo malo y feo que eran estas situaciones. Era incapaz de ver, por ejemplo, en el suicidio de Alfonsina Storni o en la miseria de Vincent Van Gogh la vena poética de sus vidas. No digo que la muerte o la destrucción de la naturaleza seas deseables, pero plasmadas en la obra de arte o sugeridas en los signos de la naturaleza pueden sublimarse. Basta con no juzgar estos hechos con los ojos de la moral para acceder a los confines de lo prohibido; de lo contrario la persona seguirá relacionando la belleza de la naturaleza con lo idílico y la del arte con lo decorativo.

Otro aspecto importante dentro de la experiencia estética, además de la apertura, es el asombro. La contemplación estética en determinados casos puede asociarse con la visión novedosa que se tiene del objeto contemplado. En este sentido se pediría tener “los ojos de un niño”, es decir, la contemplación de la realidad como la podría ver un infante que va descubriendo y tanteando. Por ejemplo, algunas de las experiencias que pueden predisponer a una persona a este tipo de contemplación son los viajes a lugares que no se conocen, por lo menos lo hablo desde mi propia vivencia. Cuando llegamos a un sitio que no conocemos, todas las sensaciones son novedosas. El descubrimiento de relaciones entre los objetos de esta realidad nueva, su composición espacial, el misterio de los aspectos de las formas de vida que se conocen y los que se suponen, pueden desencadenar un goce estético. Por supuesto que este es, quizá, un ejemplo muy burdo, pero ilustra cómo una persona, al tratar de ver la realidad bajo el lente de la novedad, puede llegar a tener sensaciones y emociones que van más allá de la racionalización y que se instalan de manera consistente en la parte emotiva e intuitiva del ser.

Sin embargo, no habrá que confundir la experiencia estética con el mero placer sensible. Puede ser que el placer sensible sea la base para el desarrollo de la experiencia estética pero no son equivalentes, pues esta implica un proceso de compenetración más profundo con la realidad. Ya estetas como Baumgarten y Kant distinguen estas dos categorías. Relacionar la experiencia estética con el placer que ofrece un estímulo es como identificar lo bello con lo agradable, de manera que la satisfacción de un deseo primario, como la comida o el sexo, quedarían convertidas en experiencias estéticas. Vuelvo a insistir en esta profunda comunión que se establece con la realidad contemplada y no en el simple placer que puede ofrecer una sensación aislada. Esta comunión requiere de una atención intensa sobre el objeto que se contempla, atención que es capaz de raptar, atrapar y seducir la voluntad, puesto que la forma de comunicación es distinta a las demás, abriendo la posibilidad de una realidad diferente. Es una comunicación nueva con un mundo que se rige por un orden distinto al cotidiano y que seduce la imaginación. Es por esto que insisto en afirmar que la contemplación artística (una forma específica de experiencia estética) no puede relacionarse a una actitud pasiva, sino más bien una comunicación activa, comparable con la actitud aventurera.

De igual manera es importante considerar el tipo de interés que puede predisponer a una persona hacia la experiencia estética. Al quedar fascinados los sentidos, el entendimiento y la voluntad ante el objeto contemplado, no podemos hablar solo del elemento sorpresivo. El tipo de interés que surge es lo que Kant llamó “interés desinteresado”, porque obviamente la contemplación de lo estético se realiza por la belleza del objeto mismo y no por la utilidad que de él podamos obtener. La contemplación estética busca una comunicación en la que lo intelectual y lo sensible, en lugar de entrar en conflicto, establecen una ósmosis.

El cúmulo de experiencias estéticas va despertando en el individuo un deseo cada vez más intenso de propiciarlas. Con el tiempo esta disposición se puede convertir en una actitud estética. Significa esto que la apreciación estética se convierte en una actividad imperante en la vida. El sujeto se va convirtiendo en una especie de “coleccionista de experiencias”, pero también descubre la belleza donde la mayoría de personas no la ven. Implica también la disposición a crear la belleza a su alrededor, principalmente a través del arte. No obstante, el individuo no necesita ser artista para adquirir esta actitud, y cuando hablo de “artista” me refiero a las personas que se dedican a la actividad productora de arte, no así a aquellas personas que pueden convertir su propia vida en un arte. La actitud estética es un estado, una predisposición a la experiencia estética que, de manera consciente o inconsciente, rige y determina la vida de las personas.

Por último me llamaría la atención hablar sobre un elemento trascendental dentro de la experiencia estética, principalmente en el proceso de producción artística. Me refiero a la inspiración, concepto manoseado popularmente al que se le ha atribuido un carácter mágico-misterioso que, mal manejado, puede oscurecer en vez de aclarar la explicación de los procesos psíquicos que intervienen en la creación artística.

Y es que desde la antigüedad se creyó que el artista (término que no se usaba en ese entonces) era un privilegiado de los dioses, posesionado por las musas o ser sobrenatural. Si bien es cierto que en la actualidad todavía se desconoce mucho sobre el estado especial que lleva a la persona a la creación artística desinteresada, también se sabe que esta energía interior, esta capacidad de ensimismamiento requiere no solo de ardua disciplina sino también del conocimiento técnico. Difícilmente podría producir una pintura maestra una persona rebosante de inspiración si no conoce los principios elementales del color, la forma y la línea, así como si ignora los materiales que le sirven para plasmar su estado emotivo. De esto puede colegirse que la producción artística siempre será algo más que inspiración: el manejo de una técnica (aunque esta se supere), el conocimiento de ciertos materiales y, sobre todo, la búsqueda constante por establecer una propuesta novedosa y un estilo propio. El choque con estos obstáculos que corresponden en gran medida a la realidad material, puede traer como consecuencia que el proceso creador sea harto doloroso. El artista, en su afán de alcanzar la perfección o de convertir lo perfectible en perfecto, necesitará armarse de mucha constancia, disciplina y paciencia hasta alcanzar resultados que, más o menos, lo dejen satisfecho.

¿Quién es Leo De Soulas?

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