Las mujeres heredamos nuestra propia traición


Jimena_ Perfil Casi literal“El lobo se vestía con piel de cordero y el rebaño consentía el engaño”.

Mary Shelley

Hablando desde mi experiencia y desde la apreciación del entorno cercano, he observado la forma en que se educa a muchas niñas para comportarse “como se debe”, aguardándose para la llegada del príncipe azul que únicamente las querrá a su lado si ellas pueden ofrecerle algo. Este “algo” resulta ser una característica física que acompaña al ideal de pureza e inocencia virginal cristiana, si han sabido guardar su cuerpo para él. Esto en la mayoría de los casos no se cumple, la adolescencia y nuestro cuerpo nos llaman, nos exigen otra cosa, entonces empieza el juego de doble moral en donde nunca se admite ante los otros u otras el deseo, el gusto y mucho menos el que se haya consumado el acto sexual, se sostienen los principios de moral religiosa, considerándose a sí misma pecadora, se juzga y critica a otras que han sido capturadas o se han tomado la libertad de exponer públicamente que sí disfrutan de su sexualidad, se mantiene un juego de escondite con los padres, quienes jamás deberán de enterarse que se tiene novio, y si se sabe, ha de buscarse su autorización. Dentro de este proceso de formación femenina se nos recomienda mantener distancia con los hombres para propiciar el que sean ellos quienes busquen nuestra atención y así prolongar el juego de interés y deseo permitido por la idea dominante en el imaginario de que una buena mujer debe demostrar no ser fácil o ligera.

Las amigas se convierten en cómplices de nuestros actos de amor cuasi-delictivos para la sociedad. No se deben tomar bebidas alcohólicas ni se debe fumar porque eso es de mujeres fáciles.

Se crece, nos transformamos en mujeres que siguieron las reglas familiares, la norma social. Mujeres que durante algunos años mintieron sobre a qué lugares asistían o con quién iban para poder gozar de pequeñas cápsulas de libertad. Mujeres que se sienten satisfechas y hasta orgullosas de haberse librado de quedar embarazadas antes del matrimonio, pues de lo contrario hubiera quedado al descubierto parte de los secretos que han de acompañar nuestra vida. Mujeres que no consideran la posibilidad de desarrollarse profesionalmente si no lo es conjuntamente como la esposa y la madre de alguien, pues el vivir sola y de forma autónoma resulta impensable, y entonces vuelven la vista hacia esas locas que sí viven de esa forma, y las ven con supuesta pena o inclusive pretenden sentir lástima, pues sus mentes colonizadas, tal vez queriendo defenderse, no aceptan que se puede ser plena sin la estructura familiar tradicional y que, de haber momentos de soledad, los habrá para todas y todos, y que un hijo no es una garantía que las libere de sus miedos.

En cierta medida nos convertimos en la mujer que otros desearon: nuestros padres, tutores, maestros, líderes religiosos, etcétera; en la mujer que la sociedad requiere para mantener la estructura que sostiene al sistema. Lo que es aún más lamentable que este acto de usurpación de nosotras mismas, es que este hecho se trasciende en espacio y tiempo, esa forma impuesta en que aprendimos a “ser mujer”, heredamos las mismas enseñanzas dadas y ahora lo hacemos justificándolo todo. En muchos casos esto lleva a que la mujer se llene de frustraciones, a que los deseos reprimidos y aparentemente olvidados la orillen a ver su vida como la consecuencia lógica, como el camino predestinado por la providencia, como el orden moralmente correcto que las llevó a ser “las buenas, abnegadas, exitosas y emprendedoras administradoras del hogar, profesionales con conciencias atormentadas por dejar a sus hijos para ir a trabajar”, haciéndoles cargar un rechazo obtuso para con quienes viven de forma distinta.

Nuestra construcción no se debe detener nunca. Somos totalmente capaces de romper con las cadenas mentales y patriarcales que atan. No es inmoral la búsqueda de nuestros propios intereses ni del desarrollo para y por nosotras como objetivo primordial. El esfuerzo de vernos como compañeras sin juzgarnos por nuestras diferencias es ineludible e impostergable, así como lo es dejar de reprocharnos a nosotras mismas por cada acto de resistencia y de libertad.

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