Bitácora de un aventurero. La primera experiencia trasatlántica (II): la pesadilla de Barajas


LeoMientras amanecía gradualmente, la enorme sala del aeropuerto donde se hacía la fila para migración se fue quedando sola. Me sentí disminuido en medio de aquel gran salón y aquel montón de sillas vacías. El hombre que me había hablado en el aeropuerto de México también había sido retenido, así que no nos quedó otra que intercambiar palabras, tratando de explicarnos por qué nos habían quitado nuestros pasaportes. Pasaron una o dos horas en las que aproveché a cabecear un poco, pues a esas alturas del viaje ya me sentía bastante cansado y el sueño comenzaba a quererme dominar.

Me di cuenta que otros vuelos fueron llegando por las olas de gente que se aparecían para chequear su pasaporte. Pasaron dos o tres muchedumbres y en cada una iba creciendo el número de personas a las que les quitaban los pasaportes y regresaban a sentarse a las sillas a donde me habían mandado. Todos provenían de la fila que recibía a pasajeros procedentes de América Latina.

Nos fueron llamando hasta cuando ya había un grupo de unas cincuenta o sesenta personas. Yo fui el primero. Una agente, de voz seca, cortante, tajante y gélida como el hielo comenzó a hacerme preguntas: que a qué iba a España, que qué lugares pensaba visitar, que cuánto dinero llevaba, que si llevaba tarjetas de crédito, que si que… que si que… A cada una de las preguntas le respondí con mucha seguridad y mirándola directamente a los ojos, no ofensivo, pero sí muy seguro de lo que pensaba.

No me devolvió el pasaporte. Más bien me pidió que siguiera a otro oficial por una puerta casi escondida que daba a un pasadizo estrecho y que, subiendo unas gradas metálicas, llevaba a una serie de oficinas de paredes blancas sin un solo decorado que las hiciera amables, y donde trabajaban varios oficiales de migración con una carga no menos desafiante. Casi toda la gente que había dejado abajo fue entrando paulatinamente. Nos mantuvieron sentados en una sala de espera más de una hora. A esas alturas ya eran casi las diez de la mañana y parecía que nadie nos iba a atender. Seguí cabeceando y, mientras lo hacía, sin querer me le quedé viendo a un par de muchachos que se comentaron entre sí. Alcancé a oír a uno que le dijo al otro, en un tono de total desconfianza, que no entendía por qué los miraba de esa manera. Cuando reparé en aquello, mejor volví la mirada hacia otro lugar.

Nos fueron llamando uno a uno. La misma oficial me llamó a un escritorio para hacerme las mismas preguntas que ya antes me había hecho. Era una mujer delgada, blanca, no muy alta, pero con facciones muy a la española, las cuales terminaba acentuando con esa su forma pedante de hablar. Aunque era bella, su voz altanera la hacía parecer una mujer frustrada, quizá amargada por tener que hacer aquel trabajo. Me dijo que llevarían mi caso a una corte de España y que me pondría un abogado de oficio para que me defendiera.

Otra guardia me llevó hacia el abogado, un hombre entelerido de mediana edad, delgado como palillo, de cabellos ondulados desordenados y con pronunciadas entradas que anunciaban una calvicie prematura. Aunque no suelo dejarme llevar por la primera apariencia, su físico aparentaba un carácter nervioso, algo que comprobé en cuanto comenzó a hablarme. Las mismas preguntas que ya le había explicado a la oficial. Al final me dijo que veía poco probable que pudiera ganar “su caso”, el caso que de pronto aquella banda de buitres carroñeros habían abierto sobre mí. Entonces, le hice una pregunta muy directa, cuya respuesta me cambió varias veces con una voz temblorosa y llena de evasivas:

−¿Cuál era la razón por la que no me podían dejar entrar?

Primero, que la visa. Pero los guatemaltecos no necesitan visa para entrar a España; luego, el dinero. Pero yo llevaba dos mil euros y dos tarjetas de crédito internacionales. Después, no demostrar que iba de vacaciones, pues no llevaba carta de trabajo que respaldara mi situación económica en Guatemala. Pero yo iba de vacaciones, no iba a solicitar un crédito ni nada por el estilo. Al final, rendido de todas mis respuestas, me respondió que en realidad los hampones de migración escogían a la gente al azar y que sin duda me había tocado a mí. Además enfatizó el hecho de que no llevara la reservación del hotel que había reportado como dirección.

A esas alturas yo sabía ya que esa gente se iba a empecinar en que no entrara, y la verdad es que me sentía tan agraviado, que lo que más deseé en ese momento fue que me regresaran a casa. Sin embargo, cuando la misma oficial me llamó, no dejé de experimentar la sensación del cuerpo al caerle un balde de agua fría cuando me dijo con esa detestable voz nasal que el reino de España había denegado mi entrada. Me dio un par de hojas que quería que firmara. Me tomé mi tiempo para leerlas con la intención de desesperarla. Yo pensaba que era una deportación ―después me enteré que tan solo era mis declaraciones―, por lo que no estaba de acuerdo en firmar. No podía firmar algo en lo que no estaba de acuerdo.

―¿Y qué pasa si no firmo?

La mujer se me quedó viendo con ojos retorcidos de ira y antes de responderme me contesto:

―Lo que pasará es que te vamos a mantener encerrado el tiempo que nos dé la gana y no te vamos a permitir llamar por teléfono a nadie.

Así juegan estos macabros buitres con las personas. El efecto psicológico de un viajero que se encuentra en un país lejano donde no conoce a nadie, a merced de estos oficiales amenazantes, es devastador. Con el hígado ya retorcido le firmé los papeles con las dos copias. Ella me extendió una copia y me pidió que la agarrara. Le dije que no la quería, que no me interesaba nada de “su país”. Ella insistió y yo insistí en lo mío. Al final le aclaré todavía con voz educada, aunque ya a punto de desbordarme, que si tomaba aquellos papeles los rompería. Ella me ordenó que los agarrara. Entonces, con toda la tranquilidad del mundo, tomé los papeles y los rompí en sus narices. Deposité los añicos en su escritorio. La mujer cambió de color, a un bermejo encendido que no disimulaba para nada su ira.

Me levante y a medio camino hacia la silla en la que estaba me cayeron seis o siete policías de migración, hombres todos, y me sujetaron fuertemente del brazo. Uno de ellos llevaba los pedazos de papel y los tiró al suelo para que los recogiera. Comenzaron a abalanzarme de uno al otro lado, pero como yo insistía en no bajar mi actitud altanera, uno de ellos, un hombre cincuentón, calvo y con una enorme barriga, me terminó dando una bofetada en la cara. En ese momento me solté y le espeté:

―Mire, yo no sé cómo, pero de salir de aquí tengo, y si usted me vuelve a poner una mano encima, me voy a quejar con alguna institución de Derechos Humanos.

El hombre no se atrevió a ponerme una mano más encima. Me miró con un odio mortal, con ese odio y prepotencia con que suelen ver algunos españoles que todavía se creen conquistadores. Entonces comenzó mi diatriba: que qué pensaban ellos, que porque venía de lo que ellos daban en llamar tercer mundo era incapaz de irme a gastar mi dinero a dónde a mí se me diera la gana. Que ellos creían que todavía éramos sus colonias. Que se creían con sangre azul cuando sus reyes no eran más que un ornamento de vergüenza para la historia del mundo. Que su pueblo no era más que un pueblo de genocidas ávidos de riqueza. Que si ellos no conocía su propia historia, una historia de derrotas, desde el Siglo de Oro hasta la caída de Franco. Que si ellos no se habían dado cuenta que hasta apenas unos años antes habían sido tan muertos de hambre como nosotros. Que si no se daban cuenta que eran más africanos que europeos. Cada una de mis palabras los hirió profundamente. Me di el gusto de irles gritando mientras me conducían a una especie de celda, mientras todos los detenidos se me quedaban viendo atónitos.

En esa especie de celda entraron tres guardias. Una mujer de edad avanzada y con una complexión demasiado masculina en cuyos ojos se podía adivinar la lascivia y la lujuria que sentía por su compañera. Un hombre casi me obligo a abrir las piernas y levantar las manos, mientras que estos buitres-hembras me despojaban de mis pertenencias. Me quitaron mi hilo dental, mi cámara fotográfica, los rollos y casi todo lo que llevaba en mi mariconera. Una de ellas, la más dócil y de enormes tetas carnosas, todavía me dijo en tono conciliador:

―Trate de calmarse, porque tarde o temprano nos vamos a volver a ver las caras.

―Jamás nos volveremos a ver las caras, porque yo a la mierda de su país no regreso.

Ella me odió, me odió a través de su mirada racista. Lo leí muy bien en sus ojos. Fui conducido a una enorme sala donde estaba ya toda la gente a la que no habían dejado entrar. Cuando entré fui recibido con un aplauso, lo cual terminó de enojar a los policías. Los muchachos venezolanos que antes habían sentido desconfianza fueron los primeros en hablarme. Al principio pensaban que me detenía por tráfico de drogas o algo así, pero que después se habían dado cuenta realmente que no era mala persona. Ellos iban a pasar vacaciones con su familia, que vivía en Madrid y que los esperaban afuera del aeropuerto.

Habían de todas las nacionalidades de América Latina: brasileños, ecuatorianos, peruanos, venezolanos, colombianos, argentinos, chilenos. Los únicos centroamericanos eran el pasajero que venía en mi vuelo y yo. Todos, miserables sudacas. Había también un grupo de hombres morenos que no hablaban español y al parecer eran de las Antillas Holandesas. Pero ellos se encerraron en una habitación aledaña donde había literas y no dejaron entrar a nadie más.

El único contacto que teníamos hacia el mundo era un teléfono público. Intenté llamar a mi casa pero nadie me respondía, así que llamé a un amigo y le expliqué toda mi situación. Por lo menos estaban enterados en mi casa. Luego llamé a otro amigo que vivía en Barcelona y a quien pensaba visitar. Él me dijo que trataría de contactar a un cónsul en la embajada de Guatemala de esa ciudad. Al poco momento me llamaba por teléfono. Le expliqué todo lo que había sucedido, que me habían tratado como delincuente. Que yo no quería entrar ya a España pero también le hice ver que si me pasaba algo durante el tiempo que me tuvieran retenido, responsabilizaría de todo al gobierno español. Ella me aseguró que no me harían nada, que los policías no eran así… Pero yo le repliqué que después de haber vivido tan desagradable experiencia, lo único que podía pensar era que esos tipos era una banda de delincuentes. De ahí, silencio total. No volví a llamar a nadie más. En verdad, lo que me llenó de desesperanza fue una llamada que yo contesté de ese teléfono. Era una mujer casi llorando, preguntando por un tipo hondureño. Pregunté si alguien lo conocía, pero no estaba en la sala. Entonces la mujer, al otro lado del auricular, soltó el llanto y me comentó que su hijo había viajado para España hacía 15 días y que lo único que supo era que lo habían retenido, pero de ahí no sabía nada de él y que siempre que llamaba, nadie decía conocerlo. Así de terrible era esta banda de secuestradores autorizados por el “Reino de España”, pensé.

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