Palabras de nadie


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgDe acuerdo con lo que me indican numerosos mensajes de superación personal, campañas de solidaridad, publicidades positivas y presentaciones de tesis, Gandhi quiere que sea yo el cambio que quiero ver en el mundo. Be the change you want to see in the world. He visto la oracioncita estilizada en empresas creativas, ensayos universitarios y numerosos gráficos motivacionales que trasladan mis compañeros de la oficina a los grupos de mensajería. No es difícil ver su encanto: insta a una reflexión sobre nosotros mismos y nuestro papel en el escenario existencial. En inglés, como generalmente se manifiesta esta frase, la gramática resulta aún más simple, más campirana. Suena incluso más hermoso cuando se pronuncia en esa voz imperativa que demanda el cumplimiento de su audiencia antes que el de su autor.

Con toda la desfachatez que la verdad demanda, he de divulgar que la frase como la imaginan los ilusos en voz del mítico Mahatma —tan sencillamente sabia, tan breve y certera— nunca fue pronunciada por su boca. En realidad, lo que Mohandas Karamchand Gandhi dijo, en una traducción más exacta, fue lo siguiente: “No somos sino reflejo del mundo. Y las tendencias del mundo exterior se revelan en el mundo de nuestro cuerpo. Si pudiésemos cambiarnos a nosotros mismos, las tendencias del mundo también podrían cambiar”. Sin duda, la primera persona que empleó la gramática más simple y directa, capaz de adaptarse a 140 caracteres o 400 megapíxeles, facilitó una nueva fama para el líder indio como cabeza de un movimiento cada día menos político y más dedicado a las graduaciones de secundaria y las campañas de compañerismo corporativo. Parecería una pesadilla orwelliana en cierta forma: el ideal de libertad igualitaria se ha convertido en una estrategia de afiliación comercial.

O bien podría tratarse de algo más simple: una breve búsqueda en Google para “frases célebres de X sobre Y para Z” deviene un recurso estilístico que le da a cualquier discurso un sentido filosófico. ¿Qué importa si esa frasecita de Gandhi está sacada de contexto? Bajo la lógica de este brillante artificio dialéctico de la era de la información, las personas leerán la frasecita y automáticamente se sentirán unidas a un propósito mayor: el soso reporte de rendimiento y ganancias demandará con creces la misma seriedad que la causa independentista.

La manía de las “citas citables” es sencillamente eso: una necesidad de elevar lo que sea que comunicamos con el prestigio de un personaje alejado de nuestra realidad: desde la Segunda Guerra Mundial hasta la antigua Grecia. ¿Tendremos tanta hambre de filosofía en la modernidad, o acaso no tenemos líderes místicos de la talla de Aristóteles o Tomás Moro o Winston Churchill? Evidentemente no: necesitamos la falacia de un imperativo condenatorio, o acaso esperanzador, adaptado a ocho o diez palabras sencillas: alimento para el cerebro malnutrido por tanto eslogan.

El hambre de sabiduría instantánea ha llegado a minar hasta los grandes clásicos de la literatura. Con un sencillo teclazo en el buscador, las personas alcanzan las oraciones más memorables del canon y las comunican con desenfado para ostentar un carácter risueño, un espíritu libre que pasea entre los libros recogiendo sus flores. Y es que ya no es importante leer: las obras de Shakespeare se escribieron para que las personas pudieran indexar miles de verdades existenciales. Las novelas de Dostoievski surgieron para alentar la humilde resignación. La poesía de Neruda nació para que los novios se compartan una foto del dominio público con una margarita en el perfil de Facebook. Con un momentáneo arranque de pánico, me pregunto si un día la raza humana perderá, frase a frase, la memoria real de aquellos libros, poemas y personajes que la conmovieron a una pobre lectora, pobre loca idealista.

Quisiera condenar esta práctica de parlotear con frases sacadas de contexto como un resultado de la democratización digital del dominio escrito, pero tengo el leve presentimiento de que ha existido al menos unos cuantos siglos. No queda más que preguntarse si alguien tuvo una similar impresión cuando Gutenberg facilitó a los curiosos el mejor bestseller de la historia para decorar sus arengas con algún versículo.

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