Desmontar anacronismos


Diana Vásquez Reyna_ Perfil Casi literalLa primera novela que leí sin interrupciones fue La dama de las camelias (1848) de Alejandro Dumas hijo. La historia de Marguerite Gautier y Armand Duval incluye todo lo que el amor adolescente espera: pasión, celos, drama, dolor, violencia.

Una vez escuché esta frase: “Es que es una putada enamorarse de una puta”. Marguerite era una de las caras, y a Armand lo volvió loco. Leí esa novela a los 16 años, y tiempo después comprendería que sus temas se repetían en toda la historia: en Otelo, en Ana Karenina, en Moulin Rouge, en la Traviata, en alguna familia de la cuadra. Se trata de la relación “intrínseca” entre amor y sexo, el leitmotiv detrás de la concepción del matrimonio, del deber ser de la mujer, del rechazo social a la liberación sexual y la compresión de la sexualidad… mucho poder en el fondo.

Con algunas variantes, continúan en el aire nociones  ficticias sobre el romance, el  amor para toda la vida, los idealismos del sexo, el consumo y despilfarro sentimental, la violencia solapada de “todo o nada” en nombre del amor.

Pero las concepciones de cómo sobrellevar ese sexo-amor varían de hombre a mujer. A la mujer se le convierte en puta muy fácilmente. Basta con echarle en cara el poco tiempo que pasa “sola” para volver a tener pareja (y Dios guarde si tiene hijos), o irrumpir en su privacidad para criticar que haya dormido en varias camas y su cuerpo haya disfrutado de otros.

En nuestras sociedades, la infidelidad masculina es natural; se ha legitimado y exaltado mediante los mitos de la sexualidad de los hombres.  Esa virilidad incontrolable se contrapone  a la supuesta falta o merma de deseo en la mujer.

En el inciso 3 de la Declaración de los Derechos Sexuales se lee: “El derecho a la autonomía e integridad del cuerpo: Toda persona tiene el derecho de controlar y decidir libremente sobre asuntos relacionados con su cuerpo y su sexualidad. Esto incluye la elección de  comportamientos, prácticas, parejas y relaciones interpersonales con el debido respeto a los derechos de los demás”.

En una utopía, el ego del otro no sería agraviado por una persona infiel, porque a los niños se les enseñaría a expresar lo que desean, sin engaños ni fantasías. Así, cuando llegasen a ser adultos podrían establecer relaciones convenientes, saludables y armoniosas. Nadie atentaría contra sus libertades y deseos, y por ende también tendrían en cuenta los derechos de sus parejas y las consecuencias de sus decisiones.

Pero mientras la utopía se aleja, se sigue sufriendo por amor-sexo como lo proclaman el bolero latinoamericano, el tango, las rancheras, el cursi pop, el Hollywood despampanante y sus cercas blancas. Un doctor en filosofía explicaba en un seminario para comunicadores que el sufrimiento, la soledad, y el amor romántico (y retorcido) venden. Una persona triste consume más. Quizá por eso la fórmula del éxito sea la misma que refritan las telenovelas mexicanas. Aunque se le agreguen las narcobalas, la fórmula permanece.

Parte del daño del “amor romántico” a la sociedad es que nos hace creer que no somos autosuficientes, que necesitamos una pareja para experimentar amor y que debemos cumplir con los roles de género que nos bombardean todos los días. Este sistema le abre la puerta al control y a la violencia.

Alguien me decía: “la infidelidad es fallarle a alguien”. Quizá sea cierto, pero sigo creyendo que el infiel le falla principalmente a las reglas del sistema, y que esa palabra tiene todo el peso romántico que le hemos puesto a la relación sexo-amor. Repensar nuestras concepciones del amor y las relaciones encendería más luces sobre los anacronismos persistentes en torno a las libertades sexuales, que implicarían −si se dejara educarnos en el tema− mejor salud emocional y física. Pero claro, el anacronismo sigue teniendo mucho poder y muchas posibilidades para ejercerlo.

Actualmente es más fácil seguir siendo  infiel que ser honesto. Es más fácil mentir y hacer el drama que decirle a la pareja “me quiero acostar con alguien más”, sin que se acabe la relación.  A los adultos aún no se les ha dicho lo suficiente que hay que cambiar el chip, que el amor no duele ni debe hacerlo, que las decisiones sobre el cuerpo y la sexualidad son personales y nadie debe coartarlas.

Tal vez en este tiempo, Marguerite habría comprado la cura para la tuberculosis, aunque no sé si hubiera escapado de la prostitución. Y Armand… tampoco sé. Quién sabe y resultara como aquellos que se ponen a la defensiva con solo escuchar la palabra feminismo.

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