Hamlet: entre el ser y no ser un clásico shakespereano


LeoDentro del mundo del teatro existen dos tendencias al tratar a los autores clásicos de la literatura dramática. Una de ellas, en exceso tradicional, consiste en respetar y seguir al pie de la letra la visión del dramaturgo. Bajo esta postura puede llegarse al extremo de intentar reproducir con laboriosidad arqueológica no solo las circunstancias espacio-temporales de la pieza, sino la misma visión del autor de manera que el punto de vista creativo del director y de los actores queda anulado. Se impone la visión del dramaturgo y los artistas fungen más como meros intérpretes, quienes se limitan a repetir fórmulas y convenciones establecidas por el escritor, alejado a una distancia irreconciliable. Probablemente los resultados sean muy acertados y las propuestas logren conseguir una aceptable reconstrucción de la trama, pero en la mayoría de casos termina siendo un producto cultural repetitivo que no aporta una perspectiva novedosa de los creadores; sin embargo, suele ser un producto muy apreciado por el público conformado por las élites conservadoras, intelectuales y esnobistas de las ciudades.

Otra tendencia completamente opuesta a esta, adoptada por directores y actores más atrevidos, es la de utilizar el texto como simple pretexto para transmitir el universo propio, quizá coincidente en algunos puntos con el establecido por el dramaturgo. Estas propuestas, además de actualizar los temas, suelen presentar un punto de vista innovador sobre un tema que pareciera haberse agotado. El proceso creativo suele ir acompañado por una acuciosa investigación y experimentación sobre las tablas, por lo que se despreocupa en cumplir con las convenciones establecidas por sus autores. Como resultado, algunas veces se crean potentes discursos escénicos con sugerentes y enriquecidas imágenes; en otras ocasiones, sin embargo, se paren extraños discursos subjetivistas que no logran alcanzar la sensibilidad de los espectadores o, tal vez, puestas en escena de “mensaje” demasiado explícito que puede llegar a rozar el mal gusto panfletista. Si el resultado es un discurso impresionista, encontrará recepción en una presuntuosa y esnobista élite intelectual con aires progresistas. El excesivo simplismo, en cambio, se relaciona más con el deseo de aleccionar a un público que no se considera demasiado “cultivado” o para quienes ven en el teatro un medio de afianzar ideologías.

A la mitad de estas dos posturas radicales puede vislumbrarse una tercera posición híbrida, ecléctica, adaptable, que sin estar en ninguno de los dos extremos, puede caer en el lugar común de la mediocridad. Me refiero a aquellas propuestas que, como reza el refrán popular, no son “ni chicha ni limonada”. En palabras más elegantes, signos yuxtapuestos que constituyen construcciones amorfas casi inexpresivas, pero que bien podrían disfrazarse con los oropeles de la tradición o con las frivolidades posmodernas de la experimentación, según la conveniencia. Sin pensar que exista una intención perversa detrás de sus creadores, sino más bien poca consciencia de su posición ante el texto dramático, lo único que terminan mostrando es el poco manejo de los medios de expresión para construir un discurso estético coherente. Son propuestas tibias que, aunque ambicionen lanzarse al agua, terminan solo metiendo los pies; puestas en escena que, aunque quieran desligarse de todo axioma marcado por la tradición dramatúrgica, acaban siendo sus más fieles servidoras.

Hace apenas una semana bajó de escena en SoloTeatro la propuesta de Hamlet, de William Shakespeare, realizada y patrocinada por la compañía Escenarte, bajo la dirección del mexicano Horacio Almada. Es precisamente a esta puesta en escena a la que me refiero cuando hablo de esta tercera posición híbrida, que la hace tambalear entre “el ser” y “el no ser”, pero no del personaje contradictorio y rico en matices del texto original, sino de la naturaleza del discurso escénico que esta propuesta quiso “ser” y “no ser”. Es que quiso ser una reproducción fiel de la historia y del estilo al recrear un interminable montaje de más de dos horas y media con una cantaleta de “proporciones épicas”, en la cual se trató de reproducir a pie juntillas el verso del bardo inglés, cuya traducción castellana recuerda más los dramas del Siglo de Oro. Pero también quiso ser una versión posmoderna que conjugaba todos sus elementos de una forma más o menos libre y que dio como resultado una extraña visión plástica ubicada en todas y en ninguna época, en todos y en ningún lugar. De ahí que entre lo que quiso ser y lo que resultó siendo hubo una separación de precipicio insalvable.

Si bien es cierto que la puesta en escena no siguió la división tradicional del teatro isabelino en cinco actos ─solo eso hubiera faltado─, su división en dos eternos actos fue ya lo suficientemente pesada como para pedir entremés. En todo caso, esta división termina siendo poco funcional cuando el extraño híbrido no se define entre el tradicionalismo y la actualización. En otras palabras, si lo que Almada pretendió al hacer un montaje tan largo fue reproducir la fábula o trama narrativa con la mayor exactitud posible, falló al olvidar que el público actual ya no es el mismo que asistía a los corralones londinenses del siglo XVI, en los que no existía ni el cine ni la televisión ni la radio y ni siquiera donde la producción de libros era masiva. ¡Esos eran público aguantadores!

En relación con la visión plástica, hay una idea interesante, pero que no es lo suficientemente explorada: colocar un suelo en declive como si fuera un tablero de ajedrez. La idea del declive, ciertamente, aporta variedad al campo visual, aunque hasta cierto punto representó un peligro, principalmente para los dos actores de la tercera edad que tenían que andar como equilibristas, con grave riesgo de sufrir un accidente. Pero más allá de esas nimiedades, el uso del tablero de ajedrez habría sido interesante si en realidad la escena se hubiera visto convertida en un juego entre los intereses del rey Claudio y el príncipe Hamlet, o entre los intereses de los reinos de Dinamarca y Noruega.

Si bien se nota cuidado y esmero en la producción de escenografía, utilería y vestuario, no se logra alcanzar el sentido de unidad estética, lo que demuestra que la calidad teatral no la determina una onerosa producción y que esta queda convertida en accesorio pueril si no va acompañada de una visión clara por parte del director o por una actuación que juegue con los altibajos de la conducta humana, es decir, una actuación nutrida de vida.

Y es precisamente este el punto medular del fracaso de la pieza: una actuación que en nada está nutrida de vida, donde no es posible disfrutar los ricos y sutiles matices de sus personajes. Si bien es cierto que el teatro Shakespereano ─como la totalidad de la producción teatral barroca de esa época─ en nada se asemeja al realismo explorado por la escuela rusa a finales del siglo XIX, los personajes de las tragedias de Shakespeare, de Lope, de Tirso o de Calderón poseen una profundidad humana que ya los maestros del realismo ruso y del resto de Europa hubieran deseado reproducir en sus textos.

Es difícil pensar, por ejemplo, en una profunda hondura humana cuando el teatro clásico barroco se construyó a partir del efectismo retórico y el acartonamiento. El verso mismo es el mejor ejemplo de artificio que pareciera alejar al espectador de esa complejidad psicológica. “Y sin embargo se mueve”, dijo Galileo. Es decir, con todos los artificios manieristas y barrocos que ofrecía el teatro de la época, Shakespeare tuvo la genialidad de plasmar personajes de gran profundidad, como Hamlet, Otelo, Yago, Lady Macbeth o el rey Lear. Personajes que, desde la actuación, pueden plantearse desde una perspectiva interna y visceral. Sin embargo, en la propuesta de Escenarte eso no sucede.

El público puede apreciar a un joven Hamlet trabajado desde la superficie, es decir, desde la representación exterior, más parecido al estilo frívolo de las comedias de Moliere y de la representación francesa. Una locura plana, sin matices, que más se acerca al berrinche de un niño mimado que a la profunda disyuntiva a la que se presenta el personaje y que le produce tan terrible indecisión. Vemos un personaje loco, sí, pero su locura tiene algo no creíble, algo que no termina de convencer. Y no convence, precisamente, porque el actor no consigue contrastar esos momentos de locura con los de profunda cordura. Sus indecisiones, las transiciones de sus estados anímicos, el dolor de este ser, sus profundas reflexiones entre ser y no ser, sus más oscuros pensamientos sobre la vida y la muerte pasan completamente inadvertidos. Las acciones están puestas, pero son vacuas, sin fuerza interior.

De ahí, el resto de personajes son terriblemente aplanados y vencidos por el verso. Una Ofelia que llora, sufre y se enloquece de labios para afuera, sin un solo matiz sinuoso y ondulante; un Laertes gritado de principio a fin; un rey Claudio que parece héroe trágico de telenovela; una inverosímil sombra del rey Hamlet que lloriquea en los rincones sin imponer respeto. Un poco de más energía y naturalidad alcanzan los personajes de la reina Gertrudis y Polonio, pero no consiguen sacar a flote la pieza debido a la falta de cismas que le den momentos de variación. Ni fraseo ni gradación.

Pareciera que luego de este experimento escénico la única conclusión que se puede extraer es que los clásicos merecen respeto, y a menos que no se defina una postura con suficiente claridad y un profundo estudio de las motivaciones humanas, el traje quizá quede corto. Valdría la pena preguntarse cuál es la premisa fundamental del director al elegir un Hamlet, qué es lo que intenta expresar y si realmente consigue su objetivo. Porque si bien es cierto que el público asiste a los eventos, comprende la trama y ve un dibujo demasiado esbozado de los personajes, la presentación de este clásico no devela nada nuevo, no actualiza sus temas ni se presenta como una experiencia en la que sea posible descubrir nuevas aristas.

Para finalizar, no porque el director sea extranjero o porque el texto sea clásico tiene garantizada su calidad estética, aunque todavía prevalezca, entre los espectadores de nuestro país, la ingenua idea de que por ser extranjero es bueno. Con claridad también se puede deducir lo que ya antes indiqué: una gran producción no necesariamente está aparejada a una gran actuación. Por último, el precio nunca será indicador de la calidad estética del montaje. Así que tal vez al público le toque ser más exigente y no permitir que le den gato por liebre; ni presumir que asistió a una pieza de Shakespeare con una falsa superioridad intelectual.

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2 Respuestas a "Hamlet: entre el ser y no ser un clásico shakespereano"

  1. Me gustó mucho tu crítica, no vi la obra, pero tu argumentación me parece sólida y muy bien desarrollada y escrita! Gracias por ese esfuerzo magistral!

    1. Leo De Soulas dice:

      Muchas gracias a usted por el comentario. Ahí uno va tratando de hacer algo por documentar la actividad teatral.

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