Apaguemos la pira


Rubí_ Perfil Casi literalRecuerdo cuando leí la novela Un mundo feliz de Aldous Huxley. Mientras lo hago repaso las emociones encontradas que tuve previo a leerla, pues el título mismo me incomodaba y, más aún, el hecho de introducirme en una realidad no tan distante de la mía; lo veía innecesariamente estéril. Leí el libro con desconfianza, pensando que en él no encontraría más que robots intentando ser humanos y humanos robotizados. Por fortuna me equivoqué. Una vez terminado el libro escudriñé ferozmente esas variantes literarias de las que me estaba perdiendo: la novela futurista, la distopía y la ciencia ficción.

Después de suprimir mis prejuicios me propuse leer otras novelas distópicas, siempre creyendo que el haber comenzado con Huxley suponía desechar lo que viniera después de Un mundo feliz. Me volví a equivocar y lo supe cuando leí 1984 de George Orwell. Si bien Rebelión en la granja me enseñó que, históricamente, las diferentes formas de hacer política son esquemas disparatados de represión fraguados para la fermentación de la desigualdad, 1984 me dejó un sabor familiar a salitrosa rutina, reconociendo al Gran Hermano en mi propio teléfono celular. No volvía a ser la misma después de leer ese libro. El proceso de depuración de criterio que logré gracias a estas dos novelas continuó tras la recomendación del año: Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Una novela peculiar, diferente de las otras dos, pero con el mismo principio: calcar sociedades decadentes y automatizadas.

Lo inconcebible sucede con la propuesta de Bradbury: el cuerpo de bomberos de una pequeña comunidad trabaja desmantelando y quemando bibliotecas, librerías y cualquier legajo de hojas adheridas en el medio de dos cortezas de grueso papel. ¡Macabro! El resto del relato no es poco predecible pues el protagonista, al igual que en 1984, se rebela y es perseguido.

Tuve sorpresas tras la lectura, pero estas no radicaron en sus aspectos formales. Tampoco en su composición estética, ni en su causa social. Fue la visión literaria que confronta directamente al acto de tomar un libro, leerlo y hacerlo propio en alguna guarida acorazada de la psiquis. En la novela, la asimilación del libro como interruptor y propulsor del dinamismo del conocimiento se ajusta al pánico que el pensar individualmente representa para los aparatos de poder, mismos que se alimentan de la ignorancia e intentan maquillarla con placebos tecnológicos que consienten el sedentarismo intelectual.

El libro de Bradbury me condujo a pensar en cómo, sin Gestapo, sin bomberos quema bibliotecas, sin cazadores de lectores y sin pantallas apostadas en las paredes para vigilarnos, la quema de estos objetos empastados es un hecho. Quemamos libros al reducirlos a versiones anoréxicas, resumidas para hacer la obra digerible y para que la lectura no sea una tortura que dure semanas. Quemamos libros cuando obligamos a los estudiantes a leer lo que no pueden comprender ni tienen las herramientas para interpretar. Quemamos libros cuando esperamos de las películas el mismo goce estético, y encima tomamos la adaptación del guión al manuscrito como verdad, y nos perdemos la experiencia de leer. Quemamos los libros cuando buscamos la síntesis en internet, o bien cuando leemos sin criterio y todo queda en un “me gustó”, “no me gustó” (como si fueran objetos decorativos), o cuando censuramos lo desconocido porque nos es imposible reconocer nuestro miedo a lo lejano a nosotros, tal y como me sucedió a mí antes de leer ciencia ficción. Cada vez nos alejamos más de la causa vital del libro como agente necesario para el desarrollo epistemológico de la vida misma. Por eso, la quema de libros es una realidad tanto por dentro de las páginas de Fahrenheit 451 como por fuera. El panorama pareciera desolador.

Pero no todo está perdido. Si compartimos la responsabilidad para con los libros, seremos capaces de afianzar nuestras opiniones al respecto de cualquier asunto literario o no. Es decir, si obviamos los resúmenes virtuales, si ignoramos las adaptaciones adulteradas de los clásicos de la literatura y si en el camino nos detenemos más en las bibliotecas y menos en los aparadores, ya no seremos los pirómanos que la metáfora del libro de Bradbury intenta representar en los bomberos ritualistas y su adoración al estatismo del pensamiento. Reconciliémonos con los libros. Apaguemos la pira.

¿Quién es Rubí Véliz Catalán?

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