Verborrea y ternura


Diana Vásquez Reyna_ Perfil Casi literalHay una carga de odio en nuestras miradas. La ternura dejó la puerta abierta. Se mudó al lado tibio donde un corazón no es demasiado roca, demasiado muro. Donde aún la sonrisa no es un disfraz. Hablamos de asesinar sueños. Ya somos impertinentemente independientes para no volver a amar.

Necesitamos ruido en medio de este silencio que ataca y se vuelve silbido, escupitajo o mentira. Pienso en nuestro mundo, lo «nuestro», su apariencia en espejo quebrado, en su imagen borrosa en la TV encendida o apagada. Pienso en la falsedad que nos decimos tan abiertamente, en los gritos, en nuestro trato. En nuestra violencia sumisa, acre, que por lo regular se hace escuchar en tonos altos y pieles blancas. Pienso en alturas y bajezas de clase que no tienen nada que ver con los centavos.

Pienso en la hipersensibilidad hipócrita que vocifera por la superficie, por los públicos golpes en el pecho y sus rasguños sin sentido, pero no por las hendiduras profundas y abiertas que deja la tortura o el miedo en otras vidas.

Pienso en nuestras burbujas, nuestros mundos inventados con expectativas y tristezas que no admiten que somos egos inflados y críos rebeldes con arrugas y corazones amargos.

Pienso en nuestras soledades que jamás se unen para dejar de vivir en conmiseración. También pienso en que si no se tuviera esperanza en estas tierras de sueños truncados, tampoco valdría la pena el clima bonito de primavera eterna que esconde-anula sus diluvios y su destrucción. Quizá sea que el Sol nos devuelve el optimismo.

Pienso en las sandeces y la violencia. Quien no piense en ella, incluso como cosa abstracta y lejana, no sabe cómo es la sangre, la que se derrama a diario, la que se llora, la que se vierte y percude las banquetas donde deberían caminar los niños pequeños sin el peligro inminente de la bala perdida o de la maldad.

Pienso en cambio y pienso en poesía, aunque me convenzo de que la lírica, como los rezos, no sana historias horrendas e impunes. Pienso en que no nos damos cuenta que todos los días abortamos la ternura. Triunfan egoísmos, incluso los que tienen nuestro rostro. Atacamos cuando nos sentimos juzgados. Juzgar, una palabra fuerte vaciada de significado.

Pienso que somos incapaces de decir y mostrarnos imperfectos. Somos criaturas heridas infectando nuestro agravio. Enseñamos los dientes en un mundo hostil, consecuencia de nuestros aprendizajes colectivos de supervivencia.

Nuestra época es ruin, con circos democráticos políticamente correctos que apuntan a panoramas de abismo. El mundo es un espectáculo sin encanto ni misterio, y así encuentran mis manos un libro con el título más cursi que he visto hasta ahora: La historia del amor.

“Érase una vez un niño que amaba a una niña, y la risa de ella era como una pregunta que él quería pasar la vida contestando”.

***

“Durante la Edad del Silencio la gente se comunicaba más, no menos, que ahora. La mera supervivencia exigía que las manos casi nunca estuvieran quietas, de manera que era únicamente durante el sueño (y a veces ni aun entonces) cuando la gente callaba”.

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“A veces, no hay hilo que sea lo bastante largo para que uno pueda decir lo que debe. En tales casos, lo único que puede hacer el hilo, cualquiera que sea su forma, es conducir el silencio de una persona”.

La segunda novela de la estadounidense Nicole Krauss es inteligente y estructuralmente polifónica y poética; un vaivén de sensaciones que abarca todas las edades con sus deslumbradoras circunstancias: la niñez exquisita, la adolescencia expectante, la adultez que deambula, se golpea y aprende, una vejez hermosa. Se remonta a épocas oscuras, a lugares fronterizos entre identidad y pertenencia, a la capacidad de transformar los recuerdos y reflexionar con la fantasía. Nos muestra a los errantes del mundo que vuelven a sus raíces y a sus momentos felices. “La historia del amor”, un lúcido metatexto que unifica la novela, y sus personajes me conmueven, me entretienen, me divierten, me esperanzan, me abstraen y me regresan a la ternura. Hay bondad en sus letras, e infinitamente lo agradezco.

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