Amando a Paulo, odiando a Coelho


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgLa literatura es el último lugar donde podría hallarse una verdad absoluta, pero yo podría garantizar que hasta el más mediocre literato en este planeta se confiesa enemigo de Paulo Coelho. Tenía dieciséis años cuando escuché por primera vez ese nombre junto con el título de El alquimista. Acababa de descubrir los libros de autoayuda (y mi permanente desdén hacia el género) y la moda tenía a todo mundo hablando de espiritualidad con cristales, auras, feng shui y las famosas pulseritas cabalísticas que puso de moda Madonna cuando se cansó de los crucifijos y las tetas cónicas. Muchas personas alababan la historia (originalmente publicada en los ochenta) porque juraban que les había cambiado la vida.

Sin haberlo leído aún, otras personas mayores me decían que Coelho era un corruptor de las almas cuyos libros enfilaban la religión del new age y la espiritualidad light. Me aseveraron que eso era pecado, así que (obviamente) procuré una copia clandestina del famoso alquimista que leí en la biblioteca del colegio.

No pasé del primer capítulo. Me decepcionó que aquella obra maléfica comenzara con una cita del Evangelio según San Lucas. Posteriormente, encontré la metáfora para nada sutil de un pastor y una modificación de la fábula de Narciso. Me aburrí y devolví el libro sin entender de dónde venía tanto escándalo. Había sentido una peor turbación cuando leí Paula a los diez años, o The Lord of the Flies en las semanas anteriores (y pocos meses después la volvería a sentir cuando leyera por primera vez Ulysses). Pero ese día aprendí que la cualidad más importante para que yo me enamorara de una novela era (y quizás sigue siendo) el morbo.

Muchas personas que he conocido me han dicho que Coelho fue su primer acercamiento a los libros. Tengo una serie de brutales prejuicios hacia esas personas, pero al final del día cada quién tiene su gusto. Y si he de ser muy sincera, diré que lo que llegó a molestarme de Coelho es su fama, la manera en que pone en evidencia a un público desinteresado en la literatura como arte y producto del pensamiento. Como la vida es así de irónica, tuve que leer la más reciente novela del brasileño para un episodio de La ciudad de los libros y así rompí una década de abstinencia al coelhismo. Me oculté de él lo mejor que pude, pero Coelho es sorprendentemente inevitable.

Aquello que jamás he leído directamente en sus novelas me lo han compartido en esos ridículos gráficos de redes sociales donde ponen la frasecita sobre una foto del atardecer o una flor. ¿Y qué dicen? Lo de siempre: “atrévete a soñar”, “no te des por vencido”, “vive con amor”, “cree en ti mismo”, “hakuna matata”, y así. Entiendo que a muchas personas les llene de sabiduría recordar un aforismo así: es fácil de leer, y un poco más ambicioso que plagiarse una línea de San Marcos.

 La espía, supuse, no llegaría a causarme tanto fastidio por tratarse de la infame Mata Hari, pero tardé un día en leer la novela completa y nada me alegró más que cerrar el libro y comenzar a olvidar que existe. La historia, conformada por partes de narración e intercambios epistolares, se acompaña de fotografías reales y datos probablemente extraídos de un viejo artículo de la revista Muy interesante. He escuchado a muchos hombres decir que, si tuvieran la oportunidad de ser mujeres, les encantaría ser  ̶ digamos ̶  promiscuas.

Ese, creo yo, es el encanto de Emma Bovary, Thérèse Raquin y Anna Karénina. Pero por mucho que me conmueva el morbo de un narrador, Coelho nunca deja de sonar vergonzosamente sentimental. Sus escenas sensuales tienen la misma carga erótica que un plato de avena fría, y el suspenso ni siquiera compite con la agonía de perder el celular por veinte segundos.

La protagonista tiene la constante necesidad de recordarnos que es una mujer luchona: madre, bailarina, espía, prostituta y diplomática a la vez. A pesar de las escenas de fusilamiento y violación, no encuentro una sola escena en que el mítico personaje me inspire simpatía. Tristemente, ni siquiera me evoca el rencor o la rabia de un personaje que uno ame odiar. Y así, Coelho convierte el relato de una de las mujeres más emblemáticas de la historia en una caricatura; más específicamente, en un episodio de Candy.

Ahora bien, mucha gente me ha dicho que no debería portarme tan cínica y cruel con los fans de Coelho, porque afortunadamente están leyendo y convirtiéndose en una sociedad culta. Pero déjenme decir que después de perder esas preciadas horas libres de mi vida (en la misma semana en que descubrí el vicio de la serie Narcos), me entristece profundamente que la gente se entusiasme al punto de la epifanía con aquellas emociones baratas, personajes estúpidos y relatos predecibles. Si este es el camino de los lectores modernos, probablemente prefiero que le mandemos una oferta de trabajo a Guy Montag.

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