La dictadura literaria en el teatro (II)


LeoLa representación teatral es una realidad diferente a la del texto. Idealmente, el director y sus actores deberían ser los primeros en transgredirla y rebasarla. Tienen derecho legítimo de hacerlo porque los medios de expresión de la literatura son distintos a los de la puesta en escena. Sin embargo, no lo hacen quizá porque se sienten apabullados ante la fuerza de una tradición aplastante que ha ganado siglos y, además, se ha oficializado e institucionalizado.

Esta institucionalización se hace patente de muchas maneras. Por ejemplo, hoy en día, uno de los temas que más peso ha tenido en el mundo de la cultura y del teatro es el de los derechos de autor. Primero que nada, deseo aclarar que no estoy en contra del reconocimiento verbal y económico sobre la propiedad intelectual de un dramaturgo. Al contrario, me parece digno y apropiado. Sin embargo, al hablar del hecho teatral estos derechos terminan siendo relativos. Si bien es cierto que el dramaturgo tiene derecho sobre su texto, no debe olvidar que su creación termina en el momento mismo que su texto es representado. Dada su naturaleza y la especificidad de los códigos que maneja, el hecho teatral tiene independencia relativa en relación con el hecho literario. Si bien es cierto que el director puede valerse del texto del dramaturgo, también es cierto que tiene libertad para revalorizar su contenido y recrearlo no solo en función de las necesidades de su material de trabajo, sino también de las premisas fundamentales que le dicta su propia cosmovisión. Si no tuviera esa libertad, entonces el director no sería un creador sino simplemente un «adaptador». Es más, sin esa libertad, el director y sus actores se ganarían con merecimiento el título de lacayos de la literatura.

¿Cómo es posible comprobar esta servidumbre? Pues muy sencillo: procediendo a la inversa. Imaginemos por un momento que el director crea su obra a partir de cero —como suele suceder en el caso de la creación colectiva—. ¿Qué necesita hacer después la compañía para legitimar el derecho sobre la propiedad intelectual de la pieza? Pues escribirla. Pareciera que la puesta en escena per sé no tuviera valor si no se cuenta con el guion escrito, pero eso es ilusión. La puesta en escena tiene un valor intrínseco, distinto al del texto, que es tan solo una representación empobrecida de aquella. No obstante, la tradición literaria ha tenido tanto peso, que ha terminado por menospreciar a su sirvienta.

No es que piense que no se deba reconocer el derecho que un autor tiene sobre su obra. Solo pienso que ese reconocimiento se tendría que hacer en su justa medida, porque si bien es cierto que el creador escénico podría pagar por el reconocimiento de la creación intelectual escrita del dramaturgo, la puesta en escena también tendría que ser reconocida como ente independiente, porque de lo contrario, la obra creada por el dramaturgo se convertiría en un sistema cerrado incapaz de evolucionar, lo que sería equivalente a la muerte.

Estas reflexiones salen a colación precisamente porque en los espacios oficiales —por lo menos en Guatemala— ya sea privados o públicos, una propuesta teatral tiene valor en función del texto que se presente, en función del dramaturgo y en función de los derechos de autor. De esta manera, lo único que hacen los espacios teatrales y las instituciones culturales es condenar a muerte al teatro como hecho escénico. Una obra que se presente como creación colectiva y sin libreto sino más bien con un plan de investigación, por muy buena que sea, no tiene la menor posibilidad de competir con la tradición tiránica del texto.

Un último apunte antes de concluir esta reflexión: quizá al teatrero le conviniera más hacer dramaturgia desde la investigación que le proporciona su ejercicio sobre las tablas. No solo con la intención de enriquecerse a través de la experimentación, sino con la finalidad de hacerse respetar más. Tomar conciencia de los recursos con que cuenta tal vez no lo convertirá en un laureado dramaturgo, pero sin duda afrontará la concepción de su obra desde otra perspectiva. El cine, por ejemplo, logró independizarse del texto escrito en menos tiempo que el teatro. Esto no quiere decir que el cine no haga uso del registro escrito del guion. Claro que lo hace, pero jamás se ha oído que el director de cine se supedite a los caprichos del guionista. El guionista tan solo es visto como un colaborador más en la cadena de la creación cinematográfica, en una relación que termina siendo completamente horizontal con la de los directores y realizadores. La gran mayoría de películas producidas en el cine no tienen nada que ver con los textos canónicos de literatura, ni tampoco el guionista ha tomado el papel protagónico que el dramaturgo ha tomado en la representación teatral.

Probablemente muchos teatreros, al final, se acomodan a fórmulas establecidas por la supra autoridad invisible que dicta la tradición: partir de una dramaturgia canónica —que a ratos puede ser castrante— porque quizá sea más fácil hacerlo de ese modo. No digo que sea erróneo trabajar desde esa perspectiva, pero algo que sí se debe tener claro es que mientras se siga fortaleciendo esa relación vertical y jerárquica, más se fomentará y robustecerá la dictadura literaria sobre el teatro.

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