¡Te alabamos, dios!


LeoMientras que el pasado 8 de marzo el mundo se preparaba para conmemorar el Día Internacional de la Mujer, Troya ardía en este nuestro rincón incivilizado y se ofrecía en sacrificio canibalesco la sangre de más de cuarenta niñas, quizá en un deseo colectivo inconsciente de volver a la barbarie de épocas abrahámicas perdidas en las oscuridades de nuestros más profundos impulsos destructivos.

Y como era de esperarse, las condiciones ideales para llevar a cabo este sacrificio que honra el triunfo de la tiranía patriarcal no podían florecer mejor que en esta tierra, sumida en la más bestial de las ignorancias, la cual se esparce como si fuese el pan nuestro de cada día a través de las «sagradas» instituciones que se esfuerzan en esconder sus doctrinas crueles e inhumanas tras frívolas apariencias garantizadas por el peso de la tradición.

Podemos enorgullecernos porque una vez más fuimos la vergüenza del mundo; porque una vez más dimos el ejemplo de cómo las naciones civilizadas NO DEBEN tratar a sus niños y niñas; porque una vez más hicimos alarde no solo de nuestra ignorancia, sino de nuestra apatía y desdén por la vida. Mientras tanto, abundan por ahí muchas de esas «personas bien» —esas que viven metidas en sus burbujas de cristal en crasa ignorancia de lo que ocurre a su alrededor, alimentándose cual cerdos en chiqueros de oro— que se solacen y pregonan con falso patriotismo las grandezas de nuestra privilegiada y respetabilísima nación. Son esas mismas personas que, mediante una imbécil letanía, hace apenas dos semanas se rasgaban el vestido y pegaban el grito en el cielo porque un barco que promovía el aborto había atracado en nuestro sagrado suelo, amado y bendecido por dios. Esas mismas personas escandalizadas que tomaron hipócritamente la bandera de la vida para defender el estiércol de su propia ignorancia de esas amenazantes doctrinas traídas de afuera y que sin duda nos llevarían al camino de la perdición cristiana.

Pues bien, esas mismas personas que ayer se proclamaban a favor de la vida y de los principios inculcados en los muladares de la fe, hoy, luego del sacrificio de estas niñas, parecen no mostrar ni siquiera el más leve sentimiento de compasión y empatía. Reina la indiferencia. Reina con un silencio sepulcral. Esas personas están muy ocupadas preparándose para el recogimiento de las próximas fiestas religiosas, almidonando los trajes ostentosos que exhibirán en los cortejos procesionales o en los cultos evangélicos mientras se somatan el pecho para dormir con las conciencias tranquilas.

Muchas de estas personas, desprovistas del más mínimo signo de sensibilidad humana, criticarán: «Si se murieron quemadas es porque lo merecían», «Está bueno lo que les pasó, por mareras, por delincuentes», «Eso deberían hacer en las cárceles»; y los juicios más descarados y sinvergüenzas de todos, emitidos de las mismas bocas de aquellos que condenan el aborto y el uso de métodos anticonceptivos: «Los padres tienen la culpa», «¿Quién los manda a tener tantos hijos si los van a abandonar?», «Gente india y pobre tenía que ser», «Para lo único que sirven es para multiplicarse».

Es esta misma sociedad religiosamente podrida que se escandaliza ante el aborto y lo tacha de inmoral, la que tarde o temprano terminará abortando a sus niños logrados, ya sea quemándolos, ya sea linchándolos, hundiéndolos en la miseria o bien condenándolos a pena de muerte. ¿A quién le importa el destino de cuarenta futuros delincuentes?… Que unos cuantos pobres sin oficio se desgalillen en la Plaza de la Constitución clamando justicia; que otro tanto vea en qué puede ayudar a las víctimas… Mientras el olor a muerte no llegue a la puerta de mi casa, que el país se siga limpiando de su propia lacra… ¡Así de grande es nuestra moral! ¡Así de grande es nuestro amor cristiano! ¡Aleluya y gloria a dios! Amén.

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