El retorno de Tuchán


LeoMás que una elaborada opinión intelectual, más que un riguroso texto de encopetado academicismo con aspiraciones críticas, el espacio de este artículo está dedicado a expresar el agrado que me provoca el retorno a las tablas del actor y director teatral Luiz Tuchán, que luego de trece años de ausencia vuelve con un montaje cuyo título promete: Réquiem por dos pervertidos y una muñeca de trapo, que se estará presentando en el teatro del IGA en este mes de abril.

Pero por qué dedicarle a una persona mis humildes letras plasmadas en este artículo. Definitivamente no es porque me interese hacer culto al ego de un artista por muy talentoso que sea, y mucho menos porque tenga algún interés subrepticio que quiera disfrazar de zalamería lambiscona. Es más bien porque en este país, carente de todo sentido histórico —entre otras tantas carencias—, las nuevas generaciones y las generaciones no muy nuevas, como a la que pertenezco, nuestros referentes de personas que han dejado su impronta en las instituciones, movimientos y procesos culturales son casi nulos. Y no es porque no existan, sino porque vivimos bajo el signo maldito del olvido. No debe extrañarnos entonces la tendencia entre las generaciones jóvenes de entrar en pugnas irreconciliables con las que nos antecedieron en este oficio duro de las artes. Si bien es cierto que los mayores han pecado muchas veces de querer marcar como único camino la ruta que ellos mismos siguieron, los más jóvenes también han hecho lo suyo al querer borrar el sabio consejo y pretender inventar el agua azucarada, cuando muchos de los hallazgos personales que se tienen durante un proceso de formación artística son elaboraciones que las pasadas generaciones ya habían descubierto.

Pero más allá del reconocimiento público que nuestros artistas de trayectoria deben tener, como en el caso del señor Tuchán, también me mueve a escribir estas letras la necesidad que existe de entablar de nuevo ese diálogo intergeneracional que permitirá la construcción de un continuo en la tradición teatral. Para los jóvenes y los no muy jóvenes como yo, puede ser muy fácil desdeñar o descalificar estos aportes, pero con ello solo contribuimos a alimentar ese círculo de indiferencia que más tarde o más temprano terminará de volverse contra nosotros, así que es preferible hacerle honor a quien honor merece en vida y no dejar que el cruel olvido se encargue de borrar la memoria de las personas a las que debemos nuestro respeto porque con su obra se han convertido en mentoras y, de alguna forma, han contribuido a modelar los destinos de nuestro teatro, como en el caso que nos ocupa.

Conocí a Luiz Tuchán a finales de 1988, cuando era director de la Escuela Nacional de Arte Dramático. En aquel entonces él tendría más o menos la edad que yo tengo ahora y yo ni siquiera había cumplido los 18 años. Recuerdo que llegué una tarde de septiembre o de octubre a la ENAD a pedir información sobre las clases de teatro, puesto que mis compañeros del Instituto Rafael Aqueche, que conocían de mis inclinaciones hacia esta expresión artística, me informaron de la existencia de esta escuela. Cuando me aparecí en la oficina de doña Olga, la secretaria de aquel entonces, llevaba en el hombro una maleta de ilusiones que mis ojos no podían disimular. Amaba el teatro y lo manifesté abiertamente mientras recibía una respuesta cargada de indiferencia y desdén. En ese entonces, Tuchán me había parecido demasiado serio, demasiado alejado de mis intereses juveniles, muy inaccesible, en la más lejana de las estratosferas.

Conforme fui conociendo y familiarizándome con el ambiente de la escuela de teatro, que para mí era demasiado extraño en aquel momento, esa percepción inicial de lejanía fue cambiando. Como todos mis maestros en la ENAD, Tuchán me infundió un severo respeto desde el principio. Recuerdo muy bien la ocasión en que protesté porque no comprendía ciertos documentos de estudio que nos daban para clases que, en mi vida, había soñado que iba recibir. En aquella época en realidad tenía el más auténtico deseo de aprender todo lo que pudiera, y en eso consistía mi pena cuando encontraba vacíos intelectuales que no terminaba de cerrar. Aunque no cambio su tono de alejado distanciamiento, recuerdo que el señor Tuchán me dio una respuesta que desde ese momento cambió mi percepción de las cosas. Era algo como esto: «Los estudiantes quieren invertir el menor esfuerzo para aprender. Todo lo quieren dosificado. Si no entiende algo, lea varias veces, busque en un diccionario las palabras que no entienda, pero nunca pida que le den una explicación más fácil porque cuando llegue a la universidad va a encontrarse textos mucho más difíciles que estos».

¡Cuánta razón había en aquellas palabras dichas a regañadientes! Desde ese momento, comencé a responsabilizarme de mi propia formación. Comprendí que no era una escuela, un libro o un maestro quien me formaría, sino yo mismo. Fue de esa manera como el respeto, que al inicio se había tejido de miedos, se fue convirtiendo en un respeto de admiración. Tuchán y su claustro de docentes se habían encargado de convertir a la ENAD en un centro donde se respiraba academicismo e intelectualidad. A mí me costó un poco digerirlo al inicio, pero una vez comprendí los alcances que la Escuela —como la llamaré— tuvo en mi formación, aprendí a valorar el bagaje cultural que fui adquiriendo en ella.

Era muy poco lo que sabía de Tuchán por esas épocas. Sabía que tenía una gran trayectoria como artista, eso sí. Había sido parte de las últimas generaciones de teatreros que se habían formado en el TAU y uno de los fundadores de Teatrocentro a finales de la década de 1960 o principios de 1970. Había viajado, había estudiado con maestros de otros países, como Domingo Tessier, había trabajado con teatreros guatemaltecos que hoy son leyenda, como Carlos Menkos Deka y Enrique Dávila. También sabía que era psicólogo de profesión y que dentro del medio artístico había ganado tanta admiración como odio por parte de muchos de sus contemporáneos. Tanto oí hablar de él, y sin embargo, prefiero proseguir con el tono anecdótico en este artículo, porque es a partir de mi experiencia personal que mejor puedo dar fe de los aportes que este maestro le ha dado al movimiento teatral.

Como todo buen adolescente rebelde que creí ser, también tuve mis conflictos explosivos, como la vez en que discutimos de manera tan feroz por un examen, que casi nos llevó a darnos de puñetazos o las irrespetuosas respuestas que le di cuando estuvieron a punto de cerrar la Escuela y vilmente nos echaron a la calle. En el mismo instante que recuerdo esto me sonrío con la añoranza de épocas pasadas.

Luego que me gradué de la Escuela me sucedió lo que le sucede todavía a muchos estudiantes recién graduados. No conocía a nadie, no sabía a ciencia cierta si tendría la oportunidad de hacer lo que en esa época era uno de mis más grandes deseos: teatro. Comencé a trabajar comedias ligeras con algunas compañías, más con la intención de permanecer y darme a conocer en el movimiento. Fue Tuchán precisamente quien me recomendó con Manuel Lisandro Chávez para trabajar en una de mis primeras comedias como egresado. Por supuesto, era una comedia ligera de enredos que, más tarde, me hizo pensar que la recomendación de Tuchán era más porque él estaba convencido de que ese era el tipo de teatro al que podía aspirar. Y no lo niego, porque en esa época me sucedió lo que a muchos: esa época de «estrellitis» que surge luego de que se han hecho dos o tres temporadas en teatros grandes y con mucho público; esa época juvenil en que se te infla el ego cuando vas caminando en la calle y la gente te detiene para preguntarte si fuiste el actor de tal obra. Debo confesarlo, fue una hermosa época que me disfruté, pero que afortunadamente terminó cuando tuve mis primeras decepciones en el medio al intentar hacer un tipo de teatro con mayor profundidad.

Exactamente nunca supe qué pasó, pero de la noche a la mañana Luiz Tuchán comenzó a tener una actitud más accesible hacia los alumnos y ex alumnos de la ENAD, y esa actitud de apertura fue de gran beneficio para un grupo que, en la práctica, pudo absorber mucho del conocimiento que tenía para ofrecer. En aquella época, Teatrocentro abrió el programa Nuevos Creadores Escénicos, un espacio en el que varios de mis compañeros y yo pudimos hacer nuestros primeros trabajos con una perspectiva del teatro más madura. De hecho, pienso que mi llegada a este programa fue muy accidental y se debió, más que todo, a la amistad que tenía con varios de mis compañeros, pero así me fui quedando en los trabajos y el respeto se fue convirtiendo en una auténtica amistad.

Con el tiempo, todos fuimos tomando nuestros propios caminos. Y aunque soy testigo de que para algunos de mis compañeros la separación de Teatrocentro llegó a ser traumática en algún momento, me llenó de satisfacción que muchos de ellos fueran formando sus propias agrupaciones o fueran definiendo sus propios estilos de trabajo que hasta el día de hoy los mantiene vigentes en el escenario y en algunas de las más respetables propuestas escénicas actuales.

Recuerdo que en aquella época muchas personas del medio teatral comenzaron a notar nuestra presencia, y cuando por diversas circunstancias íbamos a trabajar a otros grupos, despectivamente nos llamaban «tuchanezcos», para hacer alusión a un estilo de teatro que era poco común en los escenarios de mediados de la década de 1990. En realidad, más que una ofensa, para muchos de nosotros ese calificativo terminó enorgulleciéndonos, porque fue precisamente en el trabajo de convivencia, investigación y experimentación como llegamos a conocer en realidad a muchos de los teóricos más respetables del teatro universal, y Tuchán siempre estuvo dispuesto a brindarnos generosamente y a raudales el conocimiento que había adquirido a lo largo de toda su carrera.

Una faceta más me interesa resaltar sobre este artista que, merecidamente, merece llamarse maestro: su visión como educador. Recuerdo que cuando dejó la dirección de la ENAD propuso a tres ex alumnos de la escuela para hacerse cargo de ella, entre los que me encontraba yo. En realidad, en ese momento preferí declinar del ofrecimiento porque todavía me sentía poco preparado para llevar sobre mis hombros la pesada responsabilidad de estar al frente de una escuela de teatro. Sin embargo, recuerdo una ocasión en la que Tuchán me compartió un estudio que había hecho sobre las expectativas de la educación teatral en Guatemala. Hoy, al pasar el tiempo, me doy cuenta de que tenía razón en muchas de sus apreciaciones. Puedo mencionar, entre ellas, el fracaso que puede representar la formación universitaria si el mismo gremio teatral no crea una demanda de empleo. Recuerdo también cuando me habló acerca del perfil de egreso de un estudiante universitario de teatro: una formación que oriente más a la formación de investigadores y directores que a la preparación de actores, labor que debería quedar en manos de la Escuela Nacional de Teatro. Tengo muy claro también cuando me habló de la metodología de talleres en la formación profesional de actores y en la necesidad de invertir en maestros extranjeros para formar a los futuros maestros. Es una pena que muchas de estas ideas no se hayan conocido en su momento o se hayan tergiversado porque sin duda hoy tendríamos expectativas más prometedoras. No voy a meterme a opinar cómo está la educación teatral en Guatemala actualmente porque, además de que estoy muy alejado de esta situación, no es el tema que se está abordando en este texto. En lo que sí me interesa hacer hincapié es en que, a pesar de todos los rencores que muchas personas pudieran sentir por el carácter franco y directo de Tuchán, es innegable su actitud seria como educador y no se puede pasar por alto los alcances de su visión en relación con el futuro del teatro en Guatemala.

De todo corazón espero que su regreso al teatro sea, más que para presentar una obra, una estadía permanente que aporte al movimiento teatral su experiencia de hombre de tablas y su visión profunda sobre la situación actual del teatro en nuestro país. Creo, con toda la humildad, que tanto la gente joven como la gente que ya no lo es tanto —incluyéndome— aún tiene mucho que aprender de él.

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