La esperanza de Raskolnikov


Alfonso Guido_ Perfil Casi literalEn uno de los pasajes más desalentadores en toda la historia de la literatura, la matriarca Addie Brunden es testigo, a través de una ventana y desde su lecho de muerte, de cómo su hijo Cash se esmera en construirle un ataúd. Magistral como pocos, William Faulkner se encarga de que cada serruchazo y cada martillazo resuenen en los oídos de Addie y del lector durante las casi doscientas páginas que transcurren en Mientras agonizo. No obstante, su suerte está echada desde el principio: ella acepta su destino del mismo modo que Isaac, en el Monte Moriá, estaría dispuesto a morir en manos de Abraham para cumplir con los designios de un Dios que les habla pero nunca les ha mostrado la cara.

Pero este fatalismo no siempre está estrictamente ligado a la muerte. En La náusea, Jean Paul Sartre presenta a un tal Antoine Roquentin que se mueve por el mundo sin motivo alguno y a quien, desde una mesa del Rendez-vous des Cheminots parisino, la vida entera le sabe a poco menos que nada (y la verdad, tampoco le interesa que sea distinto). Addie sabe que ya nada la salvará del ataúd que Cash le construye allá afuera, pero Roquentin también es consciente de que nada hará que el mundo que lo rodea sea más o menos insufrible de lo que ya es. Es la misma resignación que en mayor o menor grado también se manifiesta, por ejemplo, en algunos personajes de Juan Carlos Onetti, como el hombre que con resentimiento hace un recuento del camino que conduce hasta la mediana edad en «Bienvenido, Bob» o el transexual que sin mayor emoción carga con su perra existencia de sexoservidor callejero en «Mañana será otro día». Todos estáticos, sombríos, inertes, aburridos, acaso nostálgicos, pero incapaces de manifestarse más allá de lo que les permite la simple inercia que a diario los conduce, inevitablemente, hacia la nada. De alguna u otra forma todos ellos tienen en común la desesperanza.

Sin embargo, más triste y mucho más penosa que las anteriores es la existencia de la mayoría de personajes kafkianos o dostoievskianos, y no precisamente porque también carezcan de esperanza sino todo lo contrario. Por muy absurdo y cliché que parezca —y sí que lo es—, a veces me resisto a leer o releer a autores como Dostoievski, Camus o Kafka por el simple pánico que me causa la posibilidad de reencontrarme entre sus personajes. O más específicamente, redescubrir mis propias esperanzas en las suyas.

Para muchos no ha de ser lo mismo leer obras como El proceso, La caída o Los hermanos Karamazov a la edad de 17 que leerlas diez o quince años más tarde. Entre una edad y otra, muchos sueños e ideales propios ya habrán sufrido cambios o incluso ya se habrán derrumbado por completo, y con ello se corre el riesgo de que la vida —la real, la propia— pueda parecerse más a la de un Josef K. o un Iván Karamazov que a la que uno se imaginaba entre los 15 y los 20.

Cuando leí Crimen y castigo aún no cumplía la veintena. El recuerdo más lúcido que conservo de aquélla lectura consiste en la inmensa pena que página tras página sentí por el pobre Raskolnikov, como si la sintiese por un buen amigo que no tiene remedio pero al que tampoco me atrevo a hacérselo ver. Hoy, cuando abro el libro y releo las primeras líneas —«En una tarde extremadamente calurosa de julio [parafraseo] salió un joven de la habitación que ocupaba en un edificio de cinco pisos…»— me abruma la sospecha de que, de entrada, él se parece tanto a mí o viceversa.

Y nada tiene que ver esto con un existencialismo personal ni mucho menos, sino más bien con algo mucho más complejo: con la esperanza que en autores como Dostoievski y Kafka, por ejemplo —sobre todo en este último—, está presente en todo momento y que es inexistente en otros como los que mencioné al principio: Faulkner, Onetti o Sartre, a pesar de que a simple vista estos tres suelen construir contextos mucho más desalentadores. La esperanza de redención —sutil, difusa y casi imperceptible— que el lector puede intuir en el alma de un atormentado Raskolnikov a lo largo de casi seiscientas páginas será lo que eleve y mantenga vivo el espíritu de este personaje a pesar del crimen cometido, pero también podría convertirse en lo que tarde o temprano haga mucho más estrepitosa su caída.

Cabe destacar que Dostoievski, al menos, nunca abandonará del todo a sus personajes. Los hará sufrir y los hará testigos del lado más miserable de la humanidad —el propio y el ajeno—, pero aun así la redención humana o divina como la del mismo Raskolnikov toma partida dentro de lo posible (el mismo Dostoievski pasó toda su vida en busca de esa redención eterna o pasajera, ya fuera en la mesa de los editores de San Petesburgo, en los brazos indiferentes de Polina Suslova o en las ruletas de casino de toda Europa). Es también por eso que, en otra de sus obras máximas, Los hermanos Karamazov, el lector nunca es capaz de sospechar la salvación de una mujer tan ruin como Grushenka sino hasta que interviene su amor redentorio por Dimitri.

Kafka en cambio, siempre tomará el papel de un ser supremo mucho más cruel y despiadado con sus personajes: se reirá de ellos, los hará miserables y los pondrá a luchar solos en contra del mundo entero y de lo que nunca terminarán de comprender, pero mientras todo esto ocurre, jamás los despojará del optimismo y de esa misma esperanza de la que vengo hablando (y entre todas las desgracias que podrían ocurrirles, aferrarse a ella será la peor de todas). Es por ello que Gregorio Samsa, a pesar de amanecer convertido en un monstruoso insecto, nunca deja de pensar en cómo llegar ese mismo día al trabajo o en la explicación que tendrá que darle a su jefe por haberse ausentado —pues ¿cómo explicarle, sin dejar de ser convincente, que no se presentó a sus labores porque se había convertido en una cucaracha o algo parecido?—; o por qué Josef K., ante un proceso legal sin pies ni cabeza, se empeña en creer ingenuamente que el que nada debe, nada tiene que temer; o por qué K., el agrimensor, a pesar de perder lo último que le quedaba de dignidad, aún cree que tarde o temprano podrá entrar al Castillo.

Solo al final el lector comprenderá, por si aún la vida no se lo ha demostrado, que no existe nada más dañino para el alma humana que la esperanza.

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4 Respuestas a "La esperanza de Raskolnikov"

  1. Cecilia Treguas dice:

    Dañina o no, la esperanza es consustancial a los seres humanos, como el amor. No se trata de si con ella obtenemos beneficios o fracasos (eso depende más de nuestra entereza moral, de nuestro coraje, no de nuestra esperanza), sino de aceptarla como una compañera de viaje, como un esposo que jamás nos abandonará por mucho que lo traicionemos.

    La diferencia trascendental entre Dostoievski-Kafka y Sartre es que los dos primeros son artistas geniales, dos poetas auténticos cuyas obras rescatan de la vida muerta, mientras que el otro señor es un farsante cuya «profundidad» es tan sólo pretendida, más bien postiza, dependiente de una escritura artificial y abstracta. Todo en Sartre parece ser abulia infinita porque, efectivamente, lo es, y él no es más que un fantoche aburrido, mercader y prostituto de una de la ideologías más asesinas de la historia.

    Camus caminó algunas veces por el despeñadero de la abstracción, sobre todo en El extranjero, pero finalmente tendió más hacia la poesía, precisamente bajo la luz de Dostoievski y Kafka. La distancia política entre Camus y Sartre se acentúa mucho más en la esfera filosófica y, sobre todo, poética. Y, fundamentalmente, Camus es un escritor, con sus virtudes y sus defectos, honesto y cabizbajo, mientras que Sartre es un dogmático, por eso se le toma mucho más en serio en el ámbito académico (y merecido lo tiene).

    Muy bueno su artículo.

    1. Gracias por su comentario. Saludos cordiales.

  2. Max Día dice:

    Señor Guido:

    Explicaré qué motivó mi comentario hacia su escrito. Es innegable que fui excesivo al calificarlo de repugnante. Lo releí y no parece tan malo. Sin embargo, se equivoca en algunas cosas, desde mi punto de vista (usted puede tener el suyo), sobre todo en su alusión a Kafka como un «ser supremo cruel y despiadado». Me pareció discordante que distancie a Dostoievski y a Kafka, como benévolo, pero casi por compromiso, el primero, cruel el segundo. En fin, hay muchos detalles, todos discutibles.

    Pero a lo que yo me refería en el otro comentario es a la actitud suya como autor. Por eso escribí «parece escrito por». El calificativo mediocre no era para usted, sino para esa forma de justificar la endeblez de carácter como herencia de estos personajes literarios cuando, a mi modo de ver, la literatura es todo lo contrario.

    Mi opinión es que se trata de una pose eso de querer decir que la turbiedad de nuestros actos responde a actitudes irremediables producidas por el abismo de vivir. Además, escribir según y sobre esta actitud, justificándola, como hace usted: «redescubrir mis propias esperanzas en las suyas». Es decir, según lo veo: atribuye una esperanza (vea cómo tituló su escrito) al alma de estos personajes, deja entrever que sufren por perseguirla, pero después dice que fracasan porque la vida no los recompensa, y que eso, al parecer, justifica la abulia espiritual: «no existe nada más dañino que la esperanza».

    Su conclusión no solamente es falsa, lo cual sería un defecto menor. A mí me parece mal fundada y forzada, precisamente por la moda de los escritores actuales de querer ver la oscuridad donde en realidad está la luz. Porque, según lo veo yo, el sufrimiento de estos personajes, y su derrota o su muerte, es la única luz posible, y justifica no la caída sino la resistencia.

    Como ve, su escrito en realidad me conmovió bastante, y mi agresividad en el otro comentario debería palidecer. Ya reconocí que fue un exceso innecesario. Sin embargo, su pose seudoexistencialista también es clara y aburre, y me hace imposible retractarme de haber dicho que escribió usted como si fuera un borracho mediocre que acaba de matar a su familia.

    Pero, por favor, no me cuente más su vida. Todo esto lo produjo su falsía al hablar de los personajes de Kafka, a fin de cuentas. Ellos no son como nadie de nosotros ni existen para justificar nuestra tibieza espiritual; ellos son mucho mejores. A mí no me interesa quién es usted en verdad. Además, siga con sus poses de moda si así le parece bien. No volveré a comentar nada por aquí.

    1. No pasa nada, señor Max. En serio, con toda franqueza: me agrada mucho que nos lea.

      Sus críticas y comentarios siempre serán bienvenidos. En Casi literal no censuramos a nadie (ni siquiera las críticas adversas).

      Reciba un saludo cordial y un abrazo.

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