Un país llamado Bernarda Alba


LeoSuena la tercera llamada, se apagan las luces, se abre el telón y de nuevo se encienden las candilejas para dar paso al milagro del espectáculo teatral. En esta ocasión, el reto de Arte Producciones Palala es el de darle vida al texto que, desde mi perspectiva particular, consagra como dramaturgo de grandes quilates en el teatro universal a Federico García Lorca. Estamos hablando de La casa de Bernarda Alba, el último texto dramático de su vasta producción y quizá el más maduro de su ciclo de dramas lorquianos, triada constituida, además, por Yerma y Bodas de sangre.

El estilo del teatro lorquiano es bastante característico y va de la mano con esa musicalidad del canto y jondo andaluz que salpica todo su Romancero Gitano y que chorrea atrevidas imágenes gitanas en sus versos, rememorando el aprecio entrañable al terruño y el amor trágico hecho poesía. Precisamente ese es el tema que Lorca plasma en este drama: poesía al amor frustrado e imposible; amor que, quizá, él mismo no logró realizar en su vida y que, en un afán desesperado, consigue sublimar y darle forma de drama hecho con retazos de pasiones y dolor.

Pero más allá de las motivaciones que Lorca tuvo para escribir sus piezas teatrales, lo que admira del montaje dirigido por Gerardo Palala y presentado recientemente en temporada para adultos en la sala Manuel Galich de la Universidad Popular, es precisamente la manera como logra reproducir esa olla hirviente de pasiones y amarguras cocinadas a fuego lento dentro de las paredes encaladas de la vivienda de Bernarda, la castradora, la que duerme con un ojo abierto, vigilando en todo momento la preservación del honor y el buen nombre de su casa. Al embarcarse en este proyecto, Palala y su equipo inician una aventura de introyección hacia el mundo femenino, un viaje que arroja como resultado este museo de conductas femeninas tejidas con hilo fino; mujeres que se transforman en fieras presas en su propia casa y de sus propios cuerpos; pero también ilustra la condición desventurada de las mujeres en general, que deben inhibir sus impulsos vitales ante las normas de conducta que le impone una estructura social dominada por hombres y, de la cual, ni la misma Bernarda de temple fuerte logra salir invicta.

Estas mujeres, simplemente, no tienen derecho de expresar sus afectos, ni siquiera de tenerlos. Están condenadas a apagar ese fuego interno que nace de sus entrañas y cultivar las falsas virtudes de una sociedad en la que la hipocresía constituye el valor más alto. Se necesita una mujer con la fuerza de Bernarda, quien ha internalizado con plena convicción esas reglas impuestas en un mundo de machos, para convertirse en celosa celadora de las costumbres y la moral.

Uno de los aciertos más atinados de esta puesta en escena es la musicalización, realizada por Miguel Ángel Duarte y ejecutada con las voces del Coro Victoria. Más que fondo ambiental, la música se convierte en signo sugerente el cual no solo evoca el estado de opresión que viven los personajes sino que además acentúa el poder devastador de la iglesia al intentar mantener en sujeción a sus seguidores. Basta echar una mirada desde el inicio de la obra para comprender que el drama se circunscribe dentro del rígido y asfixiante mundo católico cual si fuese una enorme maquinaria de tortura que se complace sádicamente en martirizar a sus víctimas.

En relación con las interpretaciones, las actrices logran transmitir toda la gama de emociones que van aflorando con más intensidad conforme avanza la acción dramática, a través de un proceso de gradación aplicado por parte de la dirección. Todas las actrices están dotadas de mucho carácter y presencia escénica, de manera que ninguna opaca a la otra y cada una logra lucir con brillantez desde su propia situación. Debe, sin embargo, cuidarse y trabajarse algunos detalles, puesto que Bernarda, interpretada María Mercedes Arce, aunque tiene toda la fuerza dramática para caracterizar al personaje, el registro de voz excesivamente agudo le resta la energía que muchas veces es absorbida por su contraparte, la Poncia, interpretada por Anayancie Comparini, cuyo registro y volumen de voz —e incluso su propia corporalidad— le hace un contrapeso mayor. Con esto no intento decir que una sea mejor que la otra, simplemente apelo a la naturaleza de las mismas actrices, quienes probablemente hubieran tenido un mejor desempeño al intercambiarse roles, tomando en cuenta que una de las características del personaje de la Poncia es la sutileza disfrazada de zalamería.

Sandra Veliz encarnó a María Josefa, la abuela enloquecida que se mantiene encerrada por orden de Bernarda. Aunque su actuación es muy clara y limpia, podría intentar llevar la locura a márgenes extremos en las pocas escenas que figura. Marlene Mancilla, por su parte, interpretó de manera muy aceptable el papel de la criada, quien al igual que la Poncia, debe cargar con el luto de siete años que ha impuesto Bernarda en la cárcel que será su casa.

Angustias, interpretada por Mónica Sarmientos; Martirio, por Guadalupe López; y Adela, por Beatriz Guerra, forman el triángulo de pasión de la obra, pues son las que más aman y desean a Pepe el Romano, el hombre alrededor del cual gira la vida de todas estas mujeres. Angustias tiene que tragarse con estoicismo la amargura que siente cuando cae en la cuenta de que tan solo ha sido utilizada por el hombre al que ama gracias al dinero que posee. Adela, en cambio, es la única en ser correspondida, lo que le da las fuerzas suficientes para confrontar ante sus hermanas —y ante su misma madre— y rebelarse. Más dramático es el caso de Martirio, la mediana de las hermanas, quien tiene que aceptar públicamente que ama al Romano mientras se traga todo su despecho en la escena mejor lograda de la obra. Papel menos relevante juegan, dentro de este triángulo, Magdalena —encarnada por Carolina Díaz— y Amelia —interpretada por María Funes—, que no por eso dejan de ser piezas importantes dentro de los acontecimientos. Su menor importancia debe buscarse no tanto a debilidades en su interpretación sino al mismo papel que le asigna Lorca dentro de la estructura dramática, a pesar de que en el montaje sí se minimizó el dolor que Magdalena siente por la muerte de Antonio María Benavides, el padre.

Más allá de este somero análisis actancial, quizá el mayor valor de la obra es su carácter alegórico ya que Bernarda Alba representa el falso orgullo español, cimentado precisamente en la mentira y en la ceguedad de la protagonista. Bernarda, al igual que los españoles de su época, prefieren hacerse los desentendidos ante la basura que ensucia su propia casa. En ese patriotismo que raya en el fanatismo, niegan la existencia de problema alguno. La moral es su estandarte y hacen todo por mantenerla, así tengan que pasar encima de la vida misma. De ahí por qué es famoso el texto final de Bernarda en el que deja muy claro que todo mundo debe saber que su hija menor ha muerto virgen, aun sabiendo que eso es mentira.

Debe considerarse también que nuestros países hispanohablantes, que comparten muchos rasgos de la cultura española, han heredado en gran medida también este sinnúmero de taras. A partir de esto es posible entender la validez de esta obra en nuestro contexto hiperreligioso, machista y conservador hasta el tuétano. Es que en realidad en muchos países —y en la Guatemala religiosa y conservadora quizá se pueda apreciar más que en otro país nuestra mojigatería disfrazada de falsa moral— esté muy acendrada y arraigada esta característica de la idiosincrasia española. De ahí que este montaje se justifique y tenga plena validez en una sociedad donde todavía nos espantamos al hablar de sexo, donde la religiosidad está penetrando en las instituciones que deberían ser laicas, donde las personas se hinchan de un decerebrado patriotismo construido desde la superficialidad, donde se le tiene pánico al aborto y la mujer es abusada física y psicológicamente, donde se le rinde culto a la familia heteronormativa y donde las leyes se pretenden crear a partir de preceptos medievales. Un país como Guatemala, que trata de esconder su basura debajo de la alfombra para simular que aquí no pasa nada, aunque sea imposible poder ocultar más podredumbre; un país como Guatemala, de luto perpetuo y donde los sueños están condenados a estrellarse con la realidad; un país como Guatemala, ese país, es la verdadera casa de Bernarda Alba.

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