La ciudad de Guatemala y sus alaridos

Foto por: Fernando Reyes Palencia


Sergio Castañeda_ Perfil Casi literalDurante el día la convulsión en esta ciudad es constante, durante la noche las calles guardan murmullos y sus dinámicas varían. Deambular por esta urbe sin tener presentes los códigos de la calle es un acto de sumo peligro. Definitivamente no es una ciudad feliz por más que la juerga constante parezca desinhibirnos por momentos y nos ponga la careta de la sonrisa.

La noche, acá, avanza entre conductores violentamente imprudentes, negocios segmentados —dependiendo de la clase social— que enriquecen al narco y al tráfico de personas, niños inhalando pegamento, atracos, gente de la calle sufriendo ataques a tan solo metros del hospital San Juan de Dios, mujeres trans prostituyéndose en las esquinas con clientes que, en la mayoría de los casos, las asumen como personas anormales.

No se trata de un pesimismo radical, pero el hecho de observar esta urbe de forma un poco crítica nos lleva a percibirla en su animosidad. ¿Y qué es realmente lo que se presenta en esta ciudad? Pues las consecuencias históricas de un sistema como en el que nos encontramos inmersos. Muchas veces se piensa —de manera burguesa, paternalista y/o racista— que es únicamente en el interior del país donde se encuentra la miseria. Y es cierto que el pauperismo es una realidad cotidiana en muchos departamentos y municipios —pues acá lo que menos se ha hecho es construir un país y ver hacia el interior, que es donde están las mayorías—, pero cabe recalcar que la ciudad tampoco escapa de esas condiciones míseras que acribillan la posibilidad de una vida digna.

El asunto es que el capitalino promedio está demasiado distraído, no solo en su rutina de trabajador asalariado sino en las nuevas formas de dominación y control subjetivo de esta era. Entonces sus limitadas libertades, y ese supuesto empoderamiento económico de la capa media a la que pertenece, lo envuelven en mera indiferencia y le hacen ignorar que lo que está en peligro son las emancipaciones y los cambios políticos, económicos y sociales; condiciones que posibilitarían transformaciones de fondo para beneficio de las mayorías.

Pero aunque las lógicas mercantiles de aspiración adquisitiva se llevan a cabo sin importar clase, etnia o generación, estas no son más que mera pantalla cuando las diversas miserias y vejámenes están a la orden del día dentro de estas calles que, por si fuera poco, se asemejan cada vez más a un centro comercial cuando la publicidad resulta hostigante y los restaurantes de comida rápida proliferan cada vez más.

Esta es una urbe donde los espacios públicos cada vez resultan más hostiles para los individuos ya que las fuerzas armadas son las que determinan qué es permitido y qué no, pero más que para priorizar la seguridad de la población, para cubrir los privilegios de algunos bajo la lógica de la plusvalía y la denominada gentrificación. Así es como van desapareciendo, por ejemplo, las actividades deportivas en los barrios, práctica que ahora es mercantilizada y trasladada a espacios que además de presentar las condiciones adecuadas, se han convertido en un punto de encuentro para personas con determinado estatus social. Los parques y los barrios son enrejados como parte de la elitización de algunos sectores de la ciudad que promueven el negocio de la seguridad privada, la estandarización de prácticas y el regimiento del consumo individual. Las expresiones creativas son muchas veces criminalizadas. ¿Qué alternativas de expresión van quedando para las nuevas generaciones?

Las características sociales y psicológicas de esta ciudad y sus habitantes pasan por la desigualdad e indiferencia, por el egoísmo y por la triste búsqueda de estatus. Una ciudad que nos vulnera y nos define, y en la que cientos de niños marginados se convierten en mareros. Todo esto responde a un problema estructural.

Comencé mencionando la hostilidad de las calles durante la noche, una hostilidad que puede asustar y enseñar, pero no es menos desalentador transitar por esas banquetas durante el día y percibir el desgano de esos pies que se arrastran, de esas miradas fijas en el pavimento y ese tráfico… ¡ese jodido tráfico!

Fui a almorzar a la Sexta Avenida de la zona 1 un domingo cualquiera de este año y el ánimo social me puso de buenas, ver a toda esa gente con una leve sonrisa, a niños alegres brincando de la mano de sus papás. «No todo es tan malo», me dije. El almuerzo y la sobremesa se alargaron, ya oscurecía cuando me disponía regresar a casa pero me di cuenta de que nuevamente en las calles algo había cambiado radicalmente, los rostros parecían no dejar rastro de la sonrisa de hacía algunas horas. La masa se movía cual autómata, lentamente y con una desesperanza evidente, como si el ocaso del domingo significara el quiebre de ese lapsus fuera de la cotidianidad que solo volverá una semana después, si acaso se sobrevive. Fue entonces cuando también agaché la cabeza y me dirigí en automático a matar ese domingo con el zapping como método de evasión, y de pronto, no sé por qué, pensé en Cioran: cuán mayor hubiese sido su pesimismo nihilista si, en lugar de emigrar definitivamente a Francia, se le hubiese ocurrido estúpidamente asentarse por algún tiempo en esta urbe donde a la carga existencial se le suma la sobrecarga de un lugar maldito y hostil.

[Foto de portada: Fernando Reyes Palencia]

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