Para leer a Hemingway


Rubí_ Perfil Casi literalEscribir no es fácil. Lo que digo puede interpretarse como la peor de las bufonadas jamás dicha por una persona que, como muchas, goza de los beneficios de escribir en un portal y publicar lo que piensa, aspirando a que el mundo —o su minúsculo círculo de amigos— le lean, sin importar si lo hace bien o mal. Pero no me refiero al mero hecho mecánico de azotar teclas: escribir es difícil cuando el asunto acerca del cual se escribe aplasta al pequeño autor aficionado. Es difícil cuando se asume la consciencia de que siempre quedará algo pendiente por decir, un rescoldo agridulce y desasosegante por liberar.

Mi asunto está a punto de tragarme mientras escribo este artículo. Hemingway, Papá Hemingway (como gustaba de hacerse llamar por sus amistades) es el perfecto Saturno complacido de devorar vivos a sus hijos indefensos. Claro que los altares que le ubicaron en la primera fila de los mejores escritores de la «Generación perdida» —sí, esa etiqueta fetiche que abarata a escritores menos conocidos— no se levantaron de la noche al día. Cual cómplices, los biógrafos, pajes de la liturgia editorial, nos han dejado de este un exquisito retrato rentable: un hombre de temperamento altivo, parco al escribir pero intenso en las artes del vino y la guerra. ¿Es así? Talvez. Gracias a ello tenemos material suficiente para aplaudir lo temperamental del autor norteamericano. Algo similar a lo que nos sirven de plato fuerte al leer acerca de Charles Bukowski.

A la larga, poco importan la veneración si no hay sacrificio. No he llegado hasta ese punto porque con Hemingway empecé mal y terminé peor. De entrada y sin la capacidad de articular una opinión que no fuera simplemente impresionista, leí El viejo y el mar (1952), lectura que abracé con la inocencia de un niño que se sienta en el suelo a escuchar las historias de su abuelo. Luego de leer Por quién doblan las campanas (1940) tuve la sensación de leer la esquela de un excelso escritor de ficción histórica. Supuse que si me aventuraba a leer un título más me acercaría al resultado de su bancarrota creativa.

Hace dos semanas leí París era una fiesta, texto póstumo, que pese a tratarse de un relato ficticio a mi parecer —hay quienes lo ven como las memorias parisinas de Hemingway—, en su contenido la balanza se inclina hacia las vivencias típicas de un maravillado escritor joven expatriado, ubicado en la escena parisina de los años veinte: la meca artística que formó a algunos y destruyó a otros cuantos.

En París era una fiesta hay más de Hemingway que de París. La fiesta la lleva consigo en su afán de retratar cada paso que da en el país de la santa trinidad revolucionaria (libertad, igualdad, fraternidad), tan distante políticamente del suyo propio. Sin duda, hablamos de un libro de menor alcance en el ojo del huracán de la popularidad del autor, dada la voracidad con que sus otras novelas se comen al pequeño París… Esa popularidad es pesada, tan pesada que termina por sepultar a este libro íntimo y hasta cierto punto confesional.

Con la lectura de París era una fiesta advertí dos cosas: la primera es que para leer a Hemingway es necesario desechar esa imagen —reciclada una y otra vez por biógrafos y películas— del todopoderoso cazador, guerrero e indolente escritor semidiós que no temió nunca a la muerte. La segunda es que poco o nada le debe el joven Hemingway al viejo. La trampa de comprar la idea del Hemingway curtido por la guerra omite apreciaciones distintas a partir del encuentro con él en París era una fiesta. Ahí nos habla un muchacho absorbido por un lugar que, a diferencia de su natal Illinois, le da lo que necesita para crear. Un punto a favor del arte por parte de un gladiador literario. A veces banal, a veces infantil o sentimental, el Hemingway de París era una fiesta no explota la mascarada socarrona; se desdibuja el hombre autodestructivo. Obviamente esto no atrae al consumo de su imagen. Eso poco importa.

Como decía en un principio, escribir no es fácil. Pero como diría él: Then, fuck off. Para leer al pequeño gran Hemingway hay que buscarlo dentro de sus propias palabras y escucharlo más que leerlo; encontrarnos en él y no buscar constantemente la proyección. Talvez así podamos escribir acerca de él sin morir en el interno y librar las fauces de Saturno.

¿Quién es Rubí Véliz Catalán?

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2 Respuestas a "Para leer a Hemingway"

  1. Querida Rubí: me parece que la mayoría de los lectores caen en la tentación de identificar a la persona biografiada con el escritor. Cierta vez le preguntaron a una famosa escritora argentina si una de sus mejores novelas era autobiográfica («Mañana digo basta», Silvina Bullrich, 1968). Presencié la escena y te la cuento: lo primero que noté fue la cara de sorpresa de la autora y luego, su creciente enojo. Respondió algo así como «Sólo un estúpido puede confundir a un escritor con su obra». Nada, absolutamente nada de lo que un escritor escribe es o no es autobiográfico. Ni siquiera su autobiografía…

  2. Una anécdota muy interesante, querida. Gracias por compartirla acá. En ocasiones, pienso yo, hay mucho del autor en la obra, más solo es la faceta que el autor desea revelar, nunca su totalidad a pecho abierto. Lo cierto es que el artista ve las cosas desde una óptica distinta a la de los no-artistas (por y para eso es artista). Esos deslices son peligrosos pero lo fantástico es descubrir lo que hay en el medio de las líneas. Las autobiografías también cuentan con una carga importante de recursos que no determinan a cabalidad la verosimilitud de los hechos. Lo importante es abrir la mente y deducir sin prisa. Saludos, estimada.

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