Mansplaining (explicado)


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgCaminando con un amigo en la Sexta Avenida de la zona 1 de la ciudad de Guatemala, paramos frente a uno de esos armarios saturados de libros y provistos por la Municipalidad para que la gente pueda leer en la calle. Estábamos curioseando los títulos cuando le mencioné cuánto me gusta la forma de El Señor Presidente. Repentinamente, un desconocido detrás de nosotros se acercó para comunicarme (específicamente a mí) este sorprendente hallazgo: «Asturias no escribía poesía ni novela. Él escribió en un género nuevo». Créanme que traté de ignorarlo lo más diplomáticamente que pude. Seguí hablando con mi amigo, pero el íncubo misógino-narcisista de Harold Bloom hizo que este desconocido insistiera en meterse en mi conversación. Exasperada (y con un poco de morbo), le pregunté cuál era ese misterioso género en que, según él, escribía Asturias; el magnífico género que le otorgó el Nobel pero que convenientemente ningún crítico ha identificado. Atónito, se tomó unos diez segundos y un dramático suspiro para responder «la alegoría». Y pensé «guaro maldito».

Les presento el fenómeno que la ensayista norteamericana Rebecca Solnit bautizó como mansplaining en un artículo de The New Republic (2008): «Los hombres me explican cosas a mí y a otras mujeres, aun si saben o no de qué están hablando. Algunos hombres». Como Solnit, estoy absolutamente segura de que todas las lectoras se pueden identificar. Demasiados hombres van a explicarme cómo leer a Asturias, cómo cambiar un cheque, cómo estacionar mi carro y cómo repetir lo que acabo de decir, pero despacito y con palabras más pequeñas. ¿Lo pedí? No. ¿Lo necesito? No. ¿Esperan que se los agradezca? Por supuesto.

Antes de que regalen todos los insultos que conocen, caballeros, haré la innecesaria aclaración de que no creo saberlo todo. Y sí, también sé que no todos los hombres son así. Pero antes de que tranquilicen sus nobilísimos egos, les recuerdo que cuestionarse es el primer paso en dirección hacia el entendimiento. Y si vamos a cuestionarnos, empecemos por la evidencia observable.

Lo que veo, cuando recibo esta «ayuda» no solicitada, no es mi necesidad sino la de ese hombre para sentirse en control. Similar al piropo callejero (vulgar o lindo como sea), esta es una manera de silenciarme, no con la supuesta atención que le debo a su libido, sino con la anulación de mi credibilidad en favor de su ego. Y sí, puede prestarse a momentos bochornosos en la calle, pero pienso en lo que sucede cuando una mujer necesita esa credibilidad. Pienso en las mujeres que no colocan denuncias o se callan porque saben que alguien les explicará por qué esa violación/paliza/agresión fue culpa suya.

Macabro como suena, nuestra cultura de violación es una utopía masculina. Tener un pene garantiza la palabra para que las mujeres respondan a mi instinto sexual y la autoridad para silenciarlas si tienen una idea o —Dios guarde— la razón. Un hombre jamás te pedirá disculpas, especialmente por explicarte tus «deficiencias». Por eso es tan común y tan fácil culpar a la víctima femenina: porque te vistes así, porque hablas así, porque te comportas así, porque piensas así. Porque piensas.

El mansplaining es especialmente peligroso porque simula una buena intención: el rol del hombre para guiar y educar a la mujer. Por supuesto, la tradición se ha encargado de diseñarle una agenda. Socialmente nos educan con la repugnante noción de la caballerosidad para someter con clase y elegancia a las mujeres. Inútilmente se cría a las niñas para que esperen caballerosidad en lugar de legítimo respeto. Nos enseñan a recibir esas atenciones y detalles que determinan cuánto nos quieren o no, si valemos la pena o no. Desaprender esa mentalidad cambió mi vida.

Ese día en la Sexta Avenida, mi amigo me preguntó por qué, siendo licenciada en literatura, no me tomé el tiempo de corregir al desconocido. En el momento me pareció una pérdida de tiempo, pero ahora que lo pienso quizá regrese una de estas tardes para regalarle al «descubridor de Asturias» un diccionario y un paquete de condones. Ya saben, como un favor a la sociedad. Espero no tener que explicárselo.

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