Feminidad o feminismo


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgDesde hace mucho tiempo he querido escribir acerca de este tema. Tengo muy presente el día en que se publicó un artículo en (Casi) literal acerca del “olor a mujer” y de cómo nosotras tenemos condicionamientos sociales para oler de cierta manera dulce o pulcra. Y bueno, respeto y admiro profundamente esa postura, nadie debería condicionar nuestra manera de sentir o comportarnos para un ideal ético o correcto, especialmente si está al servicio de los hombres. Sin embargo, tampoco veo un problema con ese deliciosamente superficial mundo femenino de la moda y la belleza. Y, antes de que me apedreen por traicionar el feminismo, debería contar la historia de cómo conocí el rito de feminidad a través de mi madre y mi abuela.

Cuando tenía nueve años, mi abuela me llevó a una famosa perfumería para comprarme mi primera fragancia “de verdad”. Pude escoger una colonia infantil, pero elegí un Tendre Poison de Dior. Amaba la botella verde y el aroma de vainilla, rosa y sándalo que duraba todo el día. La fragancia fue descontinuada pero recuerdo su olor (y sigo buscando uno que se le compare; acepto sugerencias). Sí, es posible que un perfume francés sea un regalo inapropiado para una niña (mi padre casi se infartó cuando sintió que lo llevaba puesto) pero para mí el perfume nunca representó un artículo de seducción. Mi abuela dormía sola, pero me dijo que siempre debía rociar un poco antes de empezar mi día y otro poco antes de dormir. No me dijo que era algo sensual sino que simplemente lo sentía delicioso. Cada vez que la abrazo vuelvo a recordarme de ese gusto tan propio.

Pocos días antes de mis quince años, mi madre me llevó a comprar mi primer juego de maquillaje. Recuerdo un cuarteto de sombras rosas y púrpuras, un labial fucsia, un delineador negro y una base de Maybelline. Recibí una extensa explicación para que aplicara cada tono y producto (que tristemente olvidé) y una serie de consejos para eliminar mi acné y prevenirlo. Por ratos me sentía inadecuada, como un experimento mal logrado, pero mi mamá insistía en una sola idea. Me decía: «Mirá cómo te resaltan los ojos. Esa es la diferencia». Alguna vez pensé que ella quería que viera la imagen perfecta para un hombre. Sin embargo, conforme el tiempo me permitió ser más objetiva, admití que ella no veía al espejo sino que buscaba mis ojos en el reflejo. Entendí que la diferencia era ese preciso instante en que mis ojos brillaban y yo sonreía (a pesar de lo espantoso que fue mi 2005). A veces pienso que ese fue el momento en que me pidió que yo misma me quisiera (porque nadie más lo haría si no empezaba por mí). Empecé a maquillarme regularmente a partir de ese día pero tenía una única regla: siempre debía reconocer la sonrisa del espejo. Curiosamente, volví a reconocerme esa felicidad la madrugada de un miércoles, cuando probablemente habría sido mejor idea descansar. Con el labial borrado, la espalda sudada y el rímel corrido, me sentí más bella que nunca.

Sí, es un poco complicado, pero este es el punto en que les comento que algunas de las personas más hermosas que he conocido son chicas que han tenido más de diez colores de cabello, más de seis perforaciones o que están cubiertas de tatuajes. Sé que el perfume y el maquillaje sugieren maneras de censurar la apariencia natural de las mujeres, Sin embargo, estos ritos tienen un origen tribal basado en fuerzas sobrenaturales. Pienso en Rosalind Miles, en Lillith, en las tribus ágrafas que adoraban a sus diosas llenas de alhajas, inciensos y ornamentos, dispuestas a crear vida y perpetuarla. Pienso en los abrazos de mi abuela y lo bella que se pone mi madre antes de ir a una fiesta. Veo sus uñas pintadas, sus ojos precisamente delineados. Pienso en el perfume y la manera en que sonríen porque celebran ese sentimiento de belleza encarnada. Celebran sus cuerpos como templos que merecen ser adornados para el festín, quizá todas las mañanas o acaso todas las veces que llega una invitación con grabados.

Tengo la suerte de conocer a muchas mujeres hermosas. Me fascina verlas compartir las fotos sin filtros ni maquillaje, pero también sé celebrar esos curiosos momentos en que el delineador cat-eye sale perfecto, el atuendo queda hermoso o las cejas salen simétricas. Esa imagen ideal realmente viene de un espacio de poder, de un punto en que nos vemos al espejo y repetimos que merecemos ser bellas y amadas, esencialmente por nosotras mismas. Aun en el siglo XXI, el cuerpo femenino es un espacio político: nunca faltan hombres que regulen los hijos que tenemos o el respeto que merecemos. Pero me gusta pensar que, así como el R&B se convirtió en un emblema de liberación, también puede pasar con nuestra insignificante rutina de belleza.

No es que sea más o menos femenina por usar vestidos y labiales. No es que mi amiga sea más honesta porque no se maquilla nunca y le desagrada el perfume. Simplemente creo que la belleza es un concepto cultural que merecemos reclamar como mujeres, cada una con su propia y atesorada definición. Feminidad es una palabra que sirve de insulto y límite. Quizá sea el tiempo de alterarla para que ilustre los sacrificios, sueños y esfuerzos que llevamos todos los días, generalmente sin gloria. Hay un valor en recuerdos y verdades que solo pueden llevar los actos efímeros, acaso tan breves como una nube de sándalo y vainilla que se pierde sobre el tocador.

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