Un tranvía llamado nostalgia


Rubí_ Perfil Casi literalEl sentimiento más costoso es la nostalgia. Basta con espulgar la monotonía para saber que incluso los más virtuosos darían cada uno de sus poros por tropezar con una madriguera de conejo y dejarse ir directo al pasado. Pero el adulto sensato entiende que esa cirugía del tiempo es imposible; así continúa sobreviviendo a las fechas de pago, asuetos y citas al médico hasta que una gigantografía le intercepta para ofrecerle alivio: un grupo musical de su juventud ofrece un concierto. En ese momento, el juego del mal comienza.

Una vez que el nostálgico claudica, decide ahorrar durante meses para regalarse tres horas de solaz que le garanticen reverdecer sus mocedades: compra su boleto e inicia ansioso la cuenta regresiva. Cuando ya está ahí y no hay marcha atrás, todo fluye. Las canciones son los fantasmas de amores pasados que le guían cual Evenezer Scrooge por borrosos escenarios añorados. Pero lo que el nostálgico ebrio de recuerdos no sabe (o se resiste a pensar) es que su sobrepagado espacio en Paseo Cayalá es parte de un acto de magia limitado que está lejos de devolverle lo que el tiempo le quitó.

La fórmula de mercado es efectiva cuando quien asiste a estos eventos no se percata de escuchar voces medianamente potentes o cuando poco importa el que uno de los límites de la —resucitada a fuerza de cifras obscenas— cultura pop reside precisamente en disecar cantantes juveniles, ajustándolos a exigencias del consumo masivo de marcas. Y me refiero a la cultura pop porque supe de un combo-concierto que ofrecía reunir a grupos noventeros como Moenia, Magneto, Mercurio, Sentidos Opuestos y otros que no recuerdo; un evento prometedor de una bomba molotov de agitaciones pueriles para quienes hoy están a pocos pasos de coronar la cuarentena.

El nostálgico cree que se le piensa al momento de organizar actividades como un concierto que embotelle a los pilares de su lejana adolescencia, cuando la verdad es que estas giras demuestran que los artistas son caducas almas en pena mendigando en la tierra de nadie.

Quien embalsama su nostalgia pagándose un lujoso concierto de música de hace más de veinte años, es la víctima y el victimario que ve en sus ídolos la encarnación de sí mismo y sus fiebres adolescentes; no advierten que los cantantes también son víctimas a quienes la guillotina del tiempo les quitó su posibilidad de superar los micrófonos del Zócalo o la telenovelera pantalla chica.

El caso es que la nostalgia acumulada en las canciones de época pasó de ser una elección interna a un producto que el mismo nostálgico fabrica y que auto-sabotea desde su bolsillo hasta su voluntad. Porque si de acunar recuerdos se trata, nada cuesta abrazarlos en la intimidad de nuestros audífonos a manera de no vendernos al circo abaratado de la música que construyó nuestro museo emocional.

A  todo esto, nunca me detuve a comprobar si fue Friedrich Nietzsche quien dijo que «la vida sin música sería un error». A propósito del engaño tras los combo-conciertos de lujo, pienso que la vida sin música sería, efectivamente, un error y un horror; pero es más horroroso aún beber de la teta del mercado malévolo que lucra con lo intangible, alejando de quien necesita de la música la posibilidad de reposar con dignidad los efectos del tiempo.

¿Quién es Rubí Véliz Catalán?

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