La naturaleza comunicativa del arte (I): La vida como materia bruta de la creación estética


LeoEs de suponer que, para ser artista, una persona debe reunir en principio una serie de condiciones esenciales sin las cuales sería imposible llamarse como tal. Estas condiciones podrían resumirse basándose en cuatro aspectos básicos que, en cierto sentido, repiten un proceso comunicativo. Y es que el meollo del asunto es que toda expresión artística, al final de cuentas, no deja de ser más que una forma de comunicación, especial si se quiere, pero comunicación al final de todo. De ahí que, entre estas condiciones básicas, todo artista debe tener algo qué decir, un contenido sustancial que desea —a veces de manera imperiosa— dar a conocer. A su vez, este contenido necesita tomar una forma a través del dominio técnico de un medio de expresión gracias al cual la obra se concretiza; pero este medio solo logra obtener realidad material a través de un código, que en el caso del arte, se caracteriza por su autenticidad y originalidad. Finalmente, la obra de arte no existiría sin la presencia de espectador que sea capaz procesarlo y digerirlo.

Habiendo, pues, establecido estos cuatro aspectos, merece la pena detenerse específicamente en cada uno de ellos para dilucidar con claridad la esencia de ese conjunto de productos a los que los críticos, los curadores y los academicistas llaman «obras artísticas» y que, hasta el siglo XVIII, fueron clasificadas en categorías más o menos rígidas dentro de las artes figurativas, clásicas y modernistas de cuño burgués; también a aquellos productos que experimentaron la liberación romántica y que gradualmente fueron perdiendo su precisión y pureza hasta quedar convertidos en híbridos no figurativos, con una apertura mayor hacia los valores estéticos, y que fueron desembocando hacia un posmodernismo en el que prácticamente todo se valida y en el que la misma actividad crítica ha alcanzado la mayor de sus cumbres.

Pero volviendo a los cuatro aspectos antes mencionados, merece la pena detenerse brevemente en cada uno para sugerir diversas reflexiones filosóficas. Para comenzar, todo artista tiene algo qué decir. Sin esta condición, simplemente el arte no puede existir. La vida misma es la materia bruta a la que recurre el artista ante esa necesidad de expresarse. El artista es un emisor y el pequeño fragmento que extrae de ese universo amorfo que es la vida se convierte en su referente. Al respecto, la antonimia clásica entre «arte por amor al arte» y «arte comprometido» termina siendo una ilusión academicista más aparente que real. En alguna medida, podría decirse que todo el arte está comprometido con un fragmento de la vida misma que contiene. No hay, pues, arte que no esté comprometido, inclusive si el compromiso es con el arte mismo. En otras palabras, aunque los creacionistas y culteranos, los cubistas, dadaístas y surrealistas hayan intentado crear universos subjetivos con sus propias leyes, la materia de la que se nutren tiene como referente a la vida misma. De ahí que es imposible pensar en la obra artística como una abstracción desligada por completo de la vida.

Existen también las creaciones artísticas recubiertas con un baño de realismo que decididamente suelen abrigar una causa social, política o ideológica y que, en casos extremos, son capaces de erguirse como panfletos. Muchos de los artistas que abrazan esta corriente se pueden convertir en activistas y probablemente su arte persiga una función utilitaria extra-artística. No por eso, sin embargo, sus contrapares más individualistas, más introvertidos y más «espirituales» tienen un compromiso menor con sus obras y, en todo caso, hasta subrepticiamente pueden estar guiados por una intención utilitaria que rebasa el ámbito de lo artístico, ya sea para adquirir riqueza, fama o prestigio individual. Más allá de todas estas segundas intenciones, es imposible pensar que el arte, por muy abstracto que pretenda ser, no se nutra de la misma vida y no encuentre más allá de ella misma los motivos y referentes de sus creaciones.

Pero llegar a pensar que la necesidad de expresarse es suficiente para crear arte es un craso error que, de manera muy clara, contradice los principios de la semiótica, la lingüística y la pragmática. El contenido, por sí solo, es intangible. Necesariamente necesita de un medio de expresión, es decir, de una realidad tangible a través de la cual pueda materializarse. Así como el agua pierde su forma sin un recipiente que la contenga, un contenido artístico no tiene existencia sin un basamento material que le otorgue cohesión, unidad y forma. Un contenido solo llega a hacerse símbolo tras la manipulación de un material a través del cual se plasma una idea. Es por eso que uno de los aspectos esenciales de la creación artística es la preparación técnica que lleva al artista a convertirlo en un virtuoso.

Marcados por la ignorancia —fruto de una soberbia desmedida y de un egotismo exacerbado— muchos artistas asumen una actitud rebelde y en su carácter indomable se resienten a la paciente preparación que requiere el desarrollo técnico y virtual de su medio de expresión. Sin esta competencia indispensable, el artista termina como un ser amputado por más ricas que sean las imágenes que pueda llegar a concebir. El dominio de los medios de expresión precisamente provee la preparación técnica que se necesita para darle forma a una idea, ya sea por sonidos o bien por imágenes visuales o por volúmenes o por imágenes cinéticas. Sin este adiestramiento, el artista termina convertido en un analfabeto, víctima de su propia desidia y vanidad.

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