La ética del columnista y otros inventos de Rube Goldberg


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgA finales del año pasado escribí aquel infame artículo acerca del propósito de ser escritor. Sí, se trata de observaciones más o menos cáusticas, pero a veces siento que hay demasiadas personas romantizando la tarea del autor y muy pocas comprometidas con una producción que resuene con su audiencia o que represente una mayor recompensa para mi atención que un meme de Pictoline. Al parecer, la gente no suele cultivar la gracia o humildad para escuchar cualquier cosa que no sean halagos. Alguien, acaso sarcásticamente, me sugirió que escribiese acerca de la ética para un columnista. Honraré hoy esa propuesta, pero permítanme recordarles ―o más bien, a quien me propuso escribir acerca de esto― que esta no es una columna para verdades cómodas y mucho menos inspiracionales, así que prepárense para elegir con qué se ofenderán esta semana.

Quienes me conocen saben que tengo un enfermizo gusto por investigar y divulgar conocimientos aparentemente inútiles como el Toki pona o el bordado con mostacilla. Una de esas recurrentes fascinaciones consiste en el estudio de la ética, específicamente sus fundamentos a nivel evolutivo y psicológico. Hace apenas un par de semanas entré a casa con una copia de Just babies: The origins of good and evil, de Paul Bloom, y alguien me preguntó por qué gastaría tiempo y dinero estudiando algo tan básico y lógico que parecería innecesario. Y supongo que tiene razón: nadie habla de ética a menos que exista un serio atropello para la condición humana y en ese sentido solo solemos asociarlo con las ciencias fisiológicas o las cortes legales, principalmente en el primer mundo, acaso porque se les acabaron los verdaderos problemas. Fuera de eso, nuestras vidas son bastante insignificantes, con rutinas preestablecidas por la oficina, el tránsito, las obligaciones domésticas y cualquier cantidad de fruslerías que difícilmente nos apuñalan con la duda existencial del bien y el mal. Lo malo pasa, porque así son las cosas; y lo bueno pasa, pero por providencia. Nadie piensa en ética sino hasta que es absolutamente necesario para el problema de alguien más. O bien, cuando es momento de afilar las retóricas.

Hablemos ahora de la tarea del columnista de opinión. Si la ética comprende la convención de qué es lo correcto y bueno contra qué es lo inadecuado y malo, ¿qué lugar tiene en la autoría? ¿Hay opinión buena y mala? Si es ese el caso, ¿cuál es el verdadero compromiso con el medio o con el lenguaje? Ojalá fuera una cuestión tan sencilla como distinguir un soneto de Petrarca de un párrafo de Fifty shades of Grey. Como escritores, nuestra preocupación debe centrarse en la tarea, audiencia y propósito de un texto. Los mejores artículos son los que saben suscitar una idea, o despertar un punto de vista, para transformar el presente. Un buen escritor sabe seducir nuestra mente: y nada tiene que ver con propagar el bien o el mal, sino con la perfecta sintonía de emoción y lógica. Que haya o no ética es una perspectiva arbitraria basada en las propias ideas o principios del mensaje, y la manera en que se relacionan con nuestra experiencia.

Me gusta pensar en estos textos como máquinas de Rube Goldberg: piezas exageradas, complicadas e innecesariamente empeñadas en tareas tan sencillas como encender una bombilla. Si cualquiera de esas máquinas existiera, seguramente cumpliría cada ciclo rompiendo docenas de platos y adornos para sala. Pero ese es el encanto absoluto del proceso y la peripecia. Competimos por la atención en un circo de selfies y memes, de publicidad y noticias falsas, y por eso debe impulsarnos la idea de entretener a medida que informamos. Una máquina Goldberg desafía la realidad, empatando objetos cotidianos en situaciones absurdas, completando una única tarea que solo tiene una oportunidad para cumplirse. Como autores, colocamos argumentos precarios, prestos a equilibrarse sobre el entendimiento de nuestros lectores y, finalmente, demostrar nuestra idea. La única garantía es el lector y nuestro talento debe entrenarse para cautivarlo, resonando con las ideas que creemos, más allá del bien y del mal.

Somos intérpretes, no sacerdotes. Guiarnos por conceptos abstractos de bondad para proteger las sensibilidades y el miedo solo hará que nuestros textos se reduzcan en el mismo eco repetitivo: complacer y celebrar, asentir y callar. Me rehúso a ello. El peor escritor no es quien se atreve a insultar ni el que cuestiona las verdades absolutas que la gente adora, sino el que, sea por miedo o por falta de talento, se conforma con aburrir y repetirse. El peor escritor es el que se cree únicamente eso.

Pero bueno, ese es el tipo de aprendizaje que requiere romper varios platos.

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