Influencers, o los mercaderes de la envidia


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgSupongo que muchas personas que estudiamos literatura terminamos trabajando en mercadeo, específicamente en redes sociales, porque los únicos requisitos extraordinarios para hacerse community manager son buena redacción e impecable ortografía. Es uno de tantos giros crueles del capitalismo moderno. Procede esa nebulosa existencial en que cuestionamos por qué perdimos tanto tiempo identificando métricas renacentistas o tropos novelísticos, pues al final del día nos pagaron por escribir tres líneas de piropos fingidos para una tienda de zapatos o una pastelería, y posteriormente, responder a los comentarios con suficientes emojis y cortesía.

Pero mientras algunos descienden a la amargura de Theodor W. Adorno porque suponen que la cultura pop nos castrará el intelecto y la sensibilidad, me inclino a pensar que esta es también una forma de arte y, como indicó la filósofa moderna Stefani Joanne Angelina Germanotta, está dentro de todos nosotros. La cultura popular es eminente y necesariamente comercial, por tanto, necesita capacidades seductivas acaso mejores que todos los poemas de Benedetti. La idea de que puedes dialogar con los impulsos, deseos o fetiches de la gente es prácticamente poesía. Y en un ámbito tan veloz e inclemente como los medios digitales, acariciar los apetitos del consumismo es cada vez más complicado. No cualquiera puede hacerlo.

Primero que nada, los medios digitales son predominantemente visuales y ninguna red social ha aprovechado esta cualidad mejor que Instagram. Desde sus inicios, los usuarios estaban encantados con la simpleza de compartir imágenes —filtradas, obviamente— con una brevísima descripción. Solo se podía comentar o «gustar» cada foto —no propagarla— y el infinito scroll vertical simulaba pequeñas ventanas hacia las vidas de nuestros conocidos.

Mientras Twitter generaba revoluciones democráticas y en Facebook se libraban kilométricas guerras de comentarios, Instagram engendró el #FoodPorn, los #OutfitOfTheDay, las variedades de #SundayFunday y el ubicuo #Love. El empleo de filtros sugiere al usuario la capacidad para embellecer lo mundano, desde un selfie hasta un atardecer con vista al basurero municipal. Instagram no quiere tu ingenio ni tu emotividad, simplemente te invita a celebrar la gula, la lujuria, la pereza y la vanidad con tus amigos, conocidos y alguna que otra celebridad. Por eso mismo figura ahora como la tercera aplicación más popular en Norteamérica y la número 14 a nivel global según Statista.

Instagram permitió que millones de usuarios se convirtieran en supermodelos y rockstars de lo mundano y ese fue un grave error para sus posibilidades publicitarias. Si tu plataforma alimenta el ego con dosis continuas de corazones y comentarios, ¿cómo podrías inmiscuir el concepto de carencia y necesidad para impulsar tus ventas? En un principio, las campañas emplearon a celebridades y modelos para replicar el contenido de usuarios promedio, con la esperanza de insinuarle personalidad a sus marcas; sin embargo, estas publicaciones se veían demasiado forzadas, alejadas de los deseos sencillos de los seguidores por comer, beber, fornicar y procrastinar. Entonces nacieron los influencers.

¿Qué hace especial a un influencer? Primordialmente, la fama por la fama. Muchos de ellos se popularizaron por compartir imágenes de modas, cocina, cuidados de belleza o fotografía supuestamente artística; pero lo que los hace tan efectivos para vender en Instagram también es un pecado considerablemente menos delicioso: la envidia.

Diferentes de una celebridad hollywoodense, los influencers en todo momento se proyectan como una persona común que casualmente divide sus días entre el gimnasio, el spa, las tiendas de lujo y los restaurantes más caros. Se ha hablado hasta el hartazgo sobre el nivel de producción que lleva cada una de sus fotos, con iluminación y fotografía profesional, estilistas y cualquier cantidad de retoques en la computadora. Sin embargo, el concepto de estas imágenes se basa completamente en la ilusión de espontaneidad.

Las marcas que los patrocinan no se aferran a una foto sugerente sino a una aspiracional: una universitaria con cuerpo perfecto y ropa de diseñador pasea por la Plaza Central o por la Sexta Avenida como todos los mortales. Las descripciones no hablan de escenarios ni sets de televisión, y las biografías únicamente los llaman «estudiantes de la vida» o «amantes de sonreír» o cualquier otra actividad majadera. Fue con esas cándidas historias instantáneas que los influencers rompieron el encantamiento de muchos usuarios que, por primera vez, sintieron la falta de glamour y clase en sus vidas y solo así entendieron la súplica de las marcas. Compararnos con otro nivel de normal, más atractivo y exitoso a fuerza de Photoshop, fijadores y bronceados, nos devuelve al patetismo por el que empezamos a buscar qué consumir y dónde publicarnos. La narrativa de la envidia funciona porque destaca lo aburridas y conformistas que son nuestras existencias. Nos dan un nuevo estándar para compararnos con proto-celebridades forzadas que suman más fotos que opiniones. No es sorpresa que hayan surgido, en cuestión de pocos meses, extravagantes y emocionados novatos que ruegan por sus vistas y likes. Hoy podría declarar la muerte del blog en favor de una oleada de nuevos «creativos» que no son ni músicos, ni actores, ni autores, ni poseedores de talento artístico alguno. El mercado dirá si les otorga un uso o un talonario de deudas en post producción.

El resto es solo una historia llena de giveaways y promoted posts.

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