Me encomiendo en nombre de la Poderosa Vulva


LeoQue la iglesia católica —las minúsculas son a propósito— se haya rasgado las vestiduras, que haya pegado el grito en el cielo declarando herejía en su Conferencia Episcopal, que esté a punto de instaurar la Santa Inquisición porque, en su estrechez de miras, no concibe otras maneras de ver el mundo o porque se siente expropiada de los rituales que ella misma ha robado de otras culturas, pues bien, ese es un asunto que debe resolver en el interior de su propia institución. Lo que debe comprender es que ya están muy lejanos los tiempos en los que hacía y deshacía a su antojo y que cada vez hay un número mayor de personas dispuestas a cuestionar sus axiomas.

Que ahora la iglesia haga berrinche, patalee y huya despavorida por una amenazante vulva de papel de china cual si fuera el espanto del remordimiento que insiste en recordarle su trayectoria misógina, eso es algo que debe resolver con ella misma. Si se ofende por tan inocente afrenta y actúa cual chiquillo caprichoso al que le frustra no haber satisfecho sus deseos, es porque algo deberá limpiar para sus adentros. Por lo menos, la experiencia le servirá para ponerse en el lugar de aquellos que tenemos que soportar el cierre sistemático de calles y avenidas casi todo el año, pero más allá de eso, que vemos en sus propias procesiones una expresión pura de fariseísmo descarado y ofensivo.

En todo caso, resulta curioso que la iglesia se ofusque ante una expresión específica y se haga de la vista gorda ante los signos fálicos que recorren las calles cual cortejo procesional, casualmente, una semana antes del viernes santo. ¿Por qué ahí se queda con la boca callada? ¿Acaso pretende hacer una selectiva cacería de brujas? Pero más curioso resulta que esta institución guarde un profundo silencio ante las desigualdades sociales, ante el atropello de los derechos humanos de grupos vulnerables de la población o que haya hecho tan poco para indignarse por las 56 niñas que fueron asesinadas en el Hogar Seguro hace un año.

Más que una organización consagrada a multiplicar el amor entre los seres humanos y a servir de consuelo para los desvalidos, veo en la iglesia católica una especie de garrapata que, ante la estrepitosa debacle de su negocio, se aferra hoy más que nunca al poder de la costumbre. Y aunque quiera darse baños de liberalidad, transpira por los poros esa alcurnia de mojigatería provinciana que solo puede florecer y prosperar en una sociedad tan conservadora como la nuestra. Esa es la razón por la que ha investido a la costumbre con la misma fuerza del dogma. Hoy en día, ¿quién se atreve a cuestionar sus ritos y costumbres? Cuando alguien lo hace, rápido salen con la cantaleta de que los cortejos procesionales son costumbre, tradición, arte popular, símbolos de nuestra identidad, y así, nos han ido convenciendo con falacias que apelan desde un henchido nacionalismo hasta el más puritano sentido de la fe.

Claro que siempre habrá aquellas personas que apelen al respeto, pero el respeto debe ganarse, y no precisamente con las soberbias ostentaciones de poder de la que hace gala la estirpe clerical mejor instalada. Si un movimiento ciudadano los molesta tanto, toca a nosotros como ciudadanos preguntarnos si todo ese oropel y parafernalia exhibido durante los cortejos no terminan siendo más ofensivos para un país que se muere de hambre y que se revuelca en la miseria, un país donde la vida hace mucho tiempo vale menos que una alfombra de aserrín o un turno procesional.

Pero lo más terrible quizá sea ver el número de personas que todavía se toman como ofensa personal cualquier cuestionamiento que se haga de la iglesia y que la defiendan a capa y espada como fieles siervos. Estas personas son las primeras en postrarse como alfombras y recolectar firmas para apagar cualquier movimiento que parezca sospechoso. Estas personas viven obsesionadas con un delirio de persecución y crean toda una trama de conspiración que va socavando los principios de orden y equilibro que cimientan la sociedad de cristal en la que creen vivir. No cabe duda de que el adoctrinamiento religioso puede llegar a tener consecuencias fatales para una sociedad enferma que ignora sus propios males. Afortunadamente, las personas que nos apartamos y nos resistimos a este lavado de cerebro, todavía tenemos la posibilidad de encomendarnos a la Poderosa Vulva, para que nos proteja de la alienación y de todos los bienes.

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