Vagabunda en Francia y en México


Leonel González De León_ Perfil Casi literalUna malformación ocular congénita sirve de pretexto a la autora mexicana Guadalupe Nettel para desarrollar en El cuerpo en que nací (2011), la crónica de la infancia desangelada viajando por diferentes países en busca de la cura de su problema, adaptándose a las limitaciones que el defecto le produce pero también a las capacidades extra que le obliga a desarrollar. Cuenta también con desencanto lo que significó ser hija de dos individuos muy atípicos que, como en el Capitan Fantastic de Matt Ross, en vez de simplificar la vida de sus hijos, solo lograron confundirlos hasta convertirlos en outsiders y que luego los abandonaron para crecer a su suerte.

El tema de las migraciones se aborda desde dos enfoques: primero, los exiliados del sur del continente refugiados en México en la década de 1970 y 1980 del siglo pasado, y luego, la mudanza de la protagonista con su madre y su hermano a un pueblo en el interior de Francia. El primer caso le permite entender de primera mano la violencia perpetrada en aquellos años y el escape como único modo de supervivencia, mientras que el segundo, después de la etapa desolada de la infancia, le abre las posibilidades vitales al cambiar de país y de idioma además de rodearse de amigos punk, gitanos y musulmanes («una fauna étnica») y se refugia en la lectura, las drogas y los amigos que, al principio ―acaso por hablar otro idioma y por vestirse de otro modo― le parecen sombríos, pero que luego, al mimetizarse entre ellos, cuajan con naturalidad.

La primera parte de la novela rezuma el sufrimiento que le produjeron a la narradora las decisiones de los padres, pero según avanza va liberándose de ese pesar y al final logra verlo sin resentimiento: «Quizás en eso radique la verdadera conservación de la especie, en perpetuar hasta la última generación de humanos las neurosis de nuestros antepasados, las heridas que nos vamos heredando como una segunda carga genética». Esto se desencadena por la ausencia del padre, tratada con mucho pudor al comienzo pero que luego sirve para fortalecer la relación a través de las cartas que se escribieron durante el tiempo que estuvieron lejos.

También se enfatiza sobre el costo de dar los primeros pasos de las relaciones interpersonales sin luz en el camino y de nuevo responsabiliza a quienes debieron guiarla y no lo hicieron: «A veces pienso que haberme iniciado en la vida amorosa con tal carencia de amor propio fue de pésimo augurio y determinó mi manera de relacionarme con el sexo opuesto durante los años siguientes». La narración fluye con buen ritmo y adjetivos muy escasos pero siempre eficaces, logrando atmósferas acogedoras y destilando reminiscencias que, aunque no pude invocar como propias, me hicieron conectar con las que guardo de esa etapa de mi vida.

Sin querer, leí en fila dos libros montados sobre las confesiones de un paciente con su psicoanalista: primero fue La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, y luego este. El manejo y la profundidad de ambos son muy distintos pues el clima del primero es jocoso y desenfadado mientras que aquí se trata de un ajuste cuentas con la madre que sirve como acicate para hacer progresar la narración: «Aquellos relatos eran mi oportunidad de venganza y no podía desperdiciarla».

La doctora Sazlavski funciona aquí, al igual que el doctor Coprosich de Zeno, como un espejo que refleja y potencia las vivencias para expulsarlas en modo confesional y que deriva en catarsis a través de la escritura: «Quisiera aclarar que el origen de este relato radica en la necesidad de entender ciertos hechos y dinámicas que forjaron esta amalgama compleja, este mosaico de imágenes, recuerdos y emociones que conmigo respira, recuerda, se relaciona con los otros y se refugia en el lápiz como otros se refugian en el alcohol o en el juego».

Este es el tercer libro de Guadalupe Nettel que leo ―seguido de Después del invierno y El matrimonio de los peces rojos― y, hasta ahora, mi preferido.

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