Vivir es un derecho, no una obligación


Lahura Emilia Vásquez Gaitán_ Perfil Casi literalEn los últimos años, la incidencia de los problemas psicológicos ―enfermedades mentales― ha crecido a un ritmo alarmante. Las tasas de suicidios se han disparado y paradójicamente los países con mayores niveles de desarrollo y bienestar tienen las estadísticas más altas. Robin Williams, Kurt Cobain, Amy Winehouse y recientemente el chef Anthony Bourdain nos recuerdan que la fama no siempre ajusta para soliviantar las penas. Desde sus opulentas vidas, las clases acaudaladas nos envían a las castas inferiores un mensaje sumamente esperanzador: sentirse bien de la cabeza ―y más aún, del corazón― no siempre tiene que ver con el dinero ni con la acumulación de bienes materiales.

Vivimos en una sociedad profundamente materialista que ha olvidado que la condición del ser es tan compleja que va más allá de acaparar cosas. Nunca habíamos estado tan llenos de objetos y a la vez tan vacíos del alma. Tenemos avances tecnológicos que han contribuido a mejorar la calidad de vida, la lista de enseres y artefactos que nos han facilitado el diario vivir es infinita y pareciera que vamos superando viejas concepciones, y aun así, nosotros como personas no pareciéramos progresar igual. Platón escribió La República alrededor del año 380 antes de Cristo y muchos de sus planteamientos existenciales siguen más que vigentes. ¡Menudo progreso hemos tenido dos mil cuatrocientos años después!

«Las condiciones materiales definen nuestra forma de pensar» y así nuestra escala de valores se ve transformada cuando tenemos demasiadas cosas. Cuántas y de qué tipos las tenemos puede aportar mucha información sobre nuestros prejuicios, paranoias e ignorancias. Las necesidades que no existen se inventan. ¿Tolerar una incomodidad? ¿A cuenta de qué, si para cada problema hay abundantes soluciones? Y mientras la plata ajuste para pagarlas, no habrá lío: «¿Le duele el pelo? Aquí el shampoo mágico que le resuelve al instante», «¿Demasiado caliente o muy frío? Aquí el prodigioso termómetro que se ajusta a lo que su cuerpo quiere sentir», «¿Su última flatulencia fue demasiado ácida? Obtenga ya los últimos e inigualables calzones perfumados».

El exceso de comodidades de la sociedad actual nos ha desfigurado el pensamiento, convirtiéndonos en seres intolerantes y egoístas que se creen merecedores de todo. Nos creemos los señores del mundo y nos ofendemos si este no gira alrededor nuestro. La temperatura, el ruido, el polvo, la lluvia… Cada incomodidad se lleva como Cristo cargó la cruz del calvario.

Pareciera que «alivianarse» de objetos también sirve para aligerar el alma. Si reflexionamos sobre las cosas que tenemos, casi todas son absurdamente innecesarias. La vida se reduce a una lista muy básica de implementos. Tener pocas pertenencias materiales pareciera que rescata una mejor versión de nosotros mismos. Nos vuelve empáticos (porque es fácil meterse en el zapato del otro), solidarios (porque entendemos lo difícil que es vivir determinada situación estando solos), desprendidos (porque al tener poco que perder, poco importa perderlo todo) y creo que esos valores reivindican lo mejor de nuestra condición humana.

Los sistemas de salud tradicionales ―que también se basan en crear enfermedades para vendernos mucha «buena» y mágica medicina― responden a los intereses de las grandes compañías farmacéuticas. Es fácil deducir que mientras más enfermos estemos, mejores dividendos le produciremos a la industria. De ahí que el sistema intente enfermarnos de todas las formas posibles y volvernos adictos al consumo es una manera muy sutil y efectiva.

Toda afección física tiene un origen emocional y la alta incidencia de enfermedades mentales nos dice mucho sobre eso. Siempre me he preguntado si el hecho de que el suicidio sea practicado mucho más por hombres que por mujeres no estará relacionado a la mala gestión de sus emociones que la sociedad enseña a los varones. Cuatro de cada cinco personas que se suicidan son hombres. Quizá el hecho de que las mujeres sean las mayores consumidoras de antidepresivos en el mundo tenga que ver con la lista infinita de responsabilidades que en nombre de ser mujer nos ha impuesto nuestro rol social. Sin embargo, seguimos analizando meticulosamente las consecuencias sin ver las causas aunque sea superficialmente. Nuestro mal estado de salud físico y mental tiene que ver con nuestro modelo de sociedad y pobreza de valores. Incluso, sobre la muerte ―¡tan sacralizada!― se ha levantado una industria que es inhumana y que a nadie parece ofender. Y es que ―irónicamente― para las clases empobrecidas, morir es tan caro como vivir y muchas veces llega a ser lujo que no pueden costearse.

Más allá del sentido ético que cada quién otorga a la muerte, hay una realidad unívoca e incuestionable: todos llegaremos a ese punto. La forma, el método, el camino que nos lleve allí, será lo único distinto. Siempre he respetado a quienes de forma libre, consciente y responsable deciden hacerlo por ellos mismos porque vivir es un derecho, no una obligación. Porque la aceptación de la muerte como nuestro único destino debería invitarnos a replantearnos la vida. Que los segundos que nos queden valgan las risas, las tristezas, el amor. La vida es una canción que no tiene replay. Más vale que la bailemos «livianos de equipaje» y que el peso absurdo de lo material no nos haga perder ninguna tonada de nuestra propia fiesta.

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