Teatro y realismo social


LeoQuien haya leído con suma atención La Vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, habrá experimentado cómo la crepitante selva que descansa sobre su mortífero manto de floresta va cobrando vida hasta tragarse a los protagonistas de la historia, Arturo Cova y Alicia. Para muchos críticos, la desdichada historia de estos enamorados y los rasgos criollistas son tema superado dentro de la literatura latinoamericana; sin embargo, el recurso de crear un personaje intangible que fuera capaz de hacerse notar por sí solo fue una innovación que merece un poco de atención, principalmente si, al pasar de los años, este recurso es plasmado de manera plástica en el escenario.

Concretamente me refiero al Laboratorio de Artes Landívar, de la ciudad de Guatemala, que desde el año pasado viene presentando la obra Hambre y tierra, de dramaturgia colectiva y dirección de Patricia Orantes, y que próximamente estará subiendo a escena en un festival de teatro universitario en Grecia —poblado de Costa Rica— y en la sala Molière y el espacio Comunidad Artística, en San José. Pero antes de adentrarnos en la obra, merece detenernos a aclarar qué es esto de dramaturgia colectiva y cómo es la metodología de trabajo que este colectivo realiza. Para comenzar, es preciso dejar en claro que la agrupación ha realizado una notable labor en el teatro de denuncia. No es que se saquen de la manga los temas y a partir de eso elaboren una ficción falseada de la realidad. Por el contrario, su trabajo está sustentado en una rigurosa investigación social en la que los propios actores experimentan en carne propia las motivaciones, acciones y sentires de los personajes que luego, en su laboratorio, crearán. Y ojo, porque esta investigación no es algo que se tenga que ver a la ligera: antes de lanzarse a las tablas, la directora y los actores han pasado documentándose y haciendo trabajo de campo durante un año. Asistieron al asentamiento Manuel Colom Argueta, que colinda con el vertedero municipal de la zona 3, y desde ese momento comenzaron a observar activamente a las personas que sobreviven de este enorme mar de basura y que para ellos mismos representa la vida misma.

Luego comenzó el proceso de dramaturgia, hecho directamente en las tablas. Cabe destacar que son muy pocas las agrupaciones teatrales que crean a partir de la improvisación, por miedo o desconocimiento. No obstante, la frescura y naturalidad que se consigue puede ser asombrosa, principalmente cuando se trata de plasmar realismo social. Prueba palpable de esto es este montaje en el que los actores parten, precisamente, de lo que la directora llama la «no actuación» y que supone el proceso completamente opuesto a la estilización del personaje y a la extra cotidianeidad del movimiento. La riqueza de esta línea de trabajo radica en capturar la espontaneidad y frescura, pero sin perder su teatralidad, y que nos lleva a presenciar una interpretación sorprendentemente sutil.

Seis personajes, encarnados por dos actores y una actriz, van entrelazando dos historias. La primera de ellas es la de tantos guatemaltecos que sobreviven de los desperdicios vertidos en el lugar; y la segunda, la de tres personas que sucumben sin esperanza ante el irremediable final que les espera en las entrañas mismas del lugar, sobre una fosa común donde se encuentran enterrados muchos XX tan anónimos como la población que vive en ese lugar. Y como protagonista, el poderoso asesino que termina por tragárselos y que se va comiendo sin piedad todo lo que encuentra a su paso. La mejor imagen que se puede tener de este personaje devorador es la anécdota del monstruo que habita en el fondo de la Mina ―el lugar más peligroso del relleno―, contada por la boca misma de uno de los personajes.

Pero más allá del monstruoso ser en que se convierte el basurero, que contiene todos los desechos de la «sociedad bien», se expone una terrible realidad de desigualdades y de miserias que la mayoría de personas que habitamos esta urbe parece ignorar. Esta realidad solo puede provenir del análisis profundo y crítico que los artistas nos plantean. Sin embargo, es la realidad que la mayoría de guatemaltecos nos negamos a ver, quizá porque en nuestro acomodado mundo nos parece imposible que existan, a pesar de lo cercana que están a nosotros. Eso explica también por qué este tipo de obras están condenadas a ser reliquias de festivales, mientras que para el público en general pasan desapercibidas. Por el contrario, mucho del teatro presentado en los espacios «oficiales» se ha conformado con presentar diversión barata y embrutecedora, a veces; y otras, espectáculos esnobistas destinados a alimentar los gustos burgueses. Las obras que se nutren de la realidad, con una visión crítica, simplemente son descalificadas.

Espero, de verdad, que este trabajo no deje de ser apreciado en su justa dimensión —es decir, como una muestra de lo que el teatro no debe dejar de ser: un espacio vivo y real— para convertirse en un cementerio de antigüedades.

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