Luz entre tinieblas


LeoDe más está decir que hacer teatro en Guatemala es una actividad ignorada, ninguneada, vista con pena, a la que mayoritariamente asiste un público imberbe ―que además es una minoría― al cual solo le interesa narcotizarse con el chiste barato producido en una mediocre industria del entretenimiento. Y al decir mediocre no lo digo en sentido peyorativo ni con ánimo de menospreciar el trabajo de los compañeros artistas, sino más bien en relación directamente proporcional a la fallida sociedad en la que vivimos o vegetamos. Tampoco quise decir que todo lo que se produce en el país carezca de mérito. Ciertamente hay propuestas muy valiosas y artistas quijotescos que, literalmente, dejan su vida entre las miserias que ofrecen las candilejas de nuestras salas y las facturas que se amontonan por pagar. Lo cierto es que pareciera que los artistas de teatro en este país están condenados a pasar completamente inadvertidos y morir sin pena ni gloria, sin que las personas siquiera se den por enteradas de su existencia, como si vivieran en una realidad paralela. Y si usted no lo cree, vea cómo en término de dos meses han fallecido tres actores ―Edgar Hernández, Manuel Lizandro Chávez y René Molina― y los medios de comunicación ni siquiera se inmutaron, no digamos las instituciones públicas, irónicamente dirigidas por un histrión que encarna mejor que nadie toda la basura que el teatro de entretenimiento burdo puede ofrecer.

Pero sin desviarnos del tema y retomando la ilación de las ideas, podríamos deducir que el teatro en este país se va quedando solo, como doncella deshonrada y con la dignidad por los suelos. Cada vez cobra mayor fuerza el estereotipo ―todavía mucho más que en cualquier otra disciplina artística― de que la profesión del actor es para personas sin oficio. Es como si al teatro le haya caído la maldición de Casandra y se haya condenado a quedarse hablando solo, en su propio mundo, sin que nadie le preste atención o lo tome en serio.

Si esto pasa con el actor «profesional» que se ha formado o que «ha recorrido tablas», es fácil hacerse la idea de lo que ocurriría con el teatro realizado por actores con necesidades especiales. Lo menciono porque me parece interesante la labor que está llevando a cabo la compañía de teatro Actoris al trabajar con personas no videntes, no solo con el objetivo de hacer un aporte social, sino con todo el esfuerzo por recrear una experiencia estética y a la vez diferente, pues de alguna manera termina sensibilizando a la población y poniendo en la mesa la discriminación, casi invisibilizada, que sufre este segmento de la población.

En esta ocasión, María Renee Díaz se ha lanzado a dirigir con dos actores no videntes la obra La musa ciega, de dramaturgia colectiva, lo cual ha representado un verdadero desafío para ella pero también para su elenco, que ha tenido que sortear toda una serie de dificultades para poder presentarnos un resultado final dirigido a los sentidos y cargado de imágenes sugerentes. Merece especial atención el acto empático de vendar al público al ingresar a la sala y con certeza que los obligan a reflexionar sobre la ceguera, condición de la que nadie está exento. Sin duda que se vive un estado angustiante mientras el público permanece con los ojos tapados, imaginando las limitaciones que se pueden tener si en realidad se tuviera esta condición. Sería interesante que el público pudiera apreciar parte del trabajo con esta venda, no solo para que pueda contrastar lo que imagina que sucede con lo que en realidad pasa en el escenario, sino también obligarlo a encontrarse más consigo mismo.

Con todo y eso, la obra resulta una fiesta para los sentidos, con arrebatos poéticos interesantes que tratan de recrear el movimiento ondulante del mar, una tormenta y una lucha que en mucho recuerda a El viejo y el mar, no solo en lo anecdótico sino en la portentosa metáfora del ser humano luchando contra la naturaleza. El espectador no solo escucha una historia acompañada del triste canto del acordeón, sino también percibe olores, sonidos y un conjunto de sensaciones táctiles que tienen el poder emotivo y sugerente de trasportarlo al universo de los personajes. Cualquier acción repetitiva casi al punto de la obsesión queda disculpada tomando en cuenta no solo las limitaciones físicas de los actores sino el resultado final de la puesta en escena. Además es posible percibir un teatro hecho con la frescura que ofrece la memoria de sus creadores. Estamos ante un teatro vivo que nos transmite de fuente primaria una experiencia de vida y no ante una obra de museo que puede llegar a ser tan fría como un panteón.

Ojalá y más personas se den la oportunidad de asistir a estas puestas en escena alternativas y dejen, aunque sea por un momento, el entretenimiento embrutecedor.

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