¿Para qué sirve la Historia en clase de Ciencias?


Lahura Emilia Vásquez Gaitán_ Perfil Casi literalUna de las debilidades en el proceso de enseñanza-aprendizaje es la forma en que los docentes damos la información a los estudiantes. Con frecuencia, los enunciados se presentan de una forma acabada y predigerida como si fueran verdades absolutas que no tienen punto de discusión. El lenguaje científico suele ser impersonal, riguroso y muy formal porque se concentra en lo que se hace y no en quién lo hace, y esto produce un efecto indeseado: la desaparición de las personas como agentes o actores de la actividad científica. Se le resta importancia a todo el proceso que supone crear, descubrir y aprender algo. Salvo extrañas excepciones, rara vez se toman en cuenta las distintas etapas que supuso el descubrimiento de una nueva idea. Como resultado tenemos estudiantes que no tienen la menor idea de cómo se produce el conocimiento científico, peor aún: que acumulan una gran cantidad de ideas erróneas sobre ellos.

Para Robert Boyle no fue fácil llegar al término «gas». En el intento de describir sus propiedades tuvo que atravesar por varios estadios. Desde «aire permanentemente elástico» pasando por «vapores aeriformes elásticos» hasta finalizar por fin en la palabra gas. Esto nos demuestra que los científicos están continuamente buscando las palabras que les permitan orientar su propio pensamiento. Una revolución científica normalmente va acompañada de una evolución en el lenguaje y en la manera que tenemos para expresarlo.

Antes de que una propuesta se convierta en una ley definitiva, hay un período en donde las ideas pasan por un estado en el que son transitorias, momento donde no se aceptan como válidas y en el que, incluso, muchos científicos brillantes han sido marginados ―al menos, temporalmente― por pensar como lo hacen.

Visibilizar el cruce de ideas dentro del ámbito científico tiene un gran valor pedagógico. Los acalorados debates que se han dado alrededor de determinada teoría pueden aportar inestimable información sobre la importancia de haberla desarrollado. Una frase como «Dios no juega a los dados» tiene una contextualización histórica sumamente interesante. Conocerla nos permitiría entender por qué años después de que Albert Einstein se la escribiera a Max Born había tenido que cambiar necesariamente a su forma afirmativa (¡Claro que sí! De vez en cuando lo hace).

Los científicos de verdad siempre atienden con respeto las ideas de otras personas. Piensan y discuten, proponen y argumentan. Cuando van al laboratorio, lo hacen con la finalidad de buscar limitaciones a sus propios razonamientos o intentan encontrar argumentos que les aporten criterios para preferir un punto de vista sobre otro. No van pasivamente a asimilar las verdades que quieren ver. Tratan de encontrar evidencias con las cuales dar explicación a los diversos fenómenos.

Lemke (1990) sugirió que «el desentenderse del aquí y del ahora, y de la acción humana» es una de las causas por las que el lenguaje del aula se convierte en un lenguaje árido e incomprensible para algunos adolescentes. La forma enlatada en la que los docentes presentamos el conocimiento promueve que la mayoría de los estudiantes piense que los científicos «encontraron» algo que buscaban con precisión desde el inicio. Y en la historia de la ciencia, las sorpresas son comunes. Sobre la búsqueda de cosas que no se encuentran ―y hallando otras que no se buscaban― es que se ha escrito el progreso humano. Son muchas las historias que podrían enseñarles a los jóvenes sobre qué significa aprender y desarrollar algo, sea un concepto, una teoría o un invento. Valores como la paciencia, la perseverancia y la tolerancia han sido indispensables y yacen implícitos en todas ellas. Eso también mostraría algo fundamental: el proceso suele ser mucho más valioso que el resultado.

Recuerdo una vez cuando una pequeña le decía a su madre: «Mami, tengo un calambre panzal». «¿Calambre qué?», exclamó sorprendida la señora. «En la panza, mami. Siento arrugas infladitas que caminan como un gusanito», dijo la niña. Ella intentaba utilizar el lenguaje que conocía para describir un retorcijón. Muchas veces, al utilizar simuladores en el aula y analizar el fenómeno de la gravedad, los jóvenes me han dicho frases como «¡Wow, está cayendo para arriba!». Los ejemplos anteriores ilustran el esfuerzo interpretativo de los y las estudiantes que, partiendo del lenguaje que conocen, intentan comprender fenómenos que son completamente ajenos para ellos. Una vez que los conceptos se han afianzado mejor en su estructura mental, será el momento para corregir la gramática. He visto docentes amonestar los errores de sintaxis que cometen algunos estudiantes. Parecen desconocer que en las clases de ciencias ―y en cualquier clase en general― es imprescindible que los estudiantes se expresen. Cuando los avergonzamos por hacerlo de la forma que pueden, inhibimos un proceso que es indispensable en la conformación del pensamiento científico: hablar y reflexionar primero con el lenguaje que se conoce, para luego, introducir nuevas formas y vocablos.

Los historiadores y sociólogos de la ciencia nos recuerdan que, en el inicio de su pensamiento, el lenguaje de un científico es siempre personal y humano, y que el proceso educativo debería lograr que los estudiantes puedan escuchar estas voces. Michael Faraday pedía disculpas porque su lenguaje, era demasiado poético a la vez que manifestaba no tener otra forma de expresarlo. Así, los procesos de aprendizaje deberían mostrar que los científicos son seres humanos y que ―como todos cuando aprendemos― pasaron por frustraciones y dificultades.

Ojalá llegue el día en el cual los docentes podamos encontrar el infinito valor pedagógico que se puede encerrar en una buena historia. Quizá y esto pueda influir a los jóvenes para que tengan una mirada más comprensiva y amorosa sobre sus propios yerros, y por qué no, también sobre los nuestros.

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