Se recomienda discreción


Rubí_ Perfil Casi literalEsta semana me pesó recordar a Constance Chatterley, el personaje protagónico de la novela más aclamada de D. H. Lawrence, El amante de Lady Chatterley. Si bien la lectura no sirvió ante mí un gran banquete de análisis del comportamiento femenino más allá de los devaneos amatorios de Connie, descubrí que Constance sigue vigente en algunas mujeres con las que a veces toca debatir la femineidad y sus vías de expresión, entendida esta como las conexiones de una mujer con su género a través del abuso de los ornamentos.

La pesadumbre comenzó al pensar en una Connie Chatterley fuera de sí misma a causa de un amorío que desató en ella la necesidad de la autoexploración (sí, Emma Bovary lo hizo unos años antes). Connie, una mujer comodona y acomodada en la opulenta y estática sociedad inglesa de principios del siglo XX, rompe con su herencia moral tradicionalista a partir de la revelación de su sexualidad, elevándose como heroína defensora de la indumentaria íntima como arma de seducción. Claro, para Lawrence siempre fue importante descubrir qué es el hombre ante los ojos de una mujer, aunque fuese a partir de la causa perdida de la afirmación y caricias al ego. Y qué mejor que crear a un personaje contradictorio y volátil como lady Chatterley para conseguirlo.

Así, la novela que en su título promete contarnos todo respecto al amante de la protagonista, no es más que el retrato de un matrimonio fallido donde al final sabemos todo sobre ella y nada extraordinario sobre él. Pero algo queda claro en cuanto a Constance Chatterley: llegó para quedarse. Sí, la pasividad seductora que comenzó en la renovación de su guardarropa la hizo crecer. En la narrativa evolucionó en la dominatriz forrada en cuero ―estelar de los best seller eróticos―, se filtró por las tiendas departamentales de ropa íntima hasta que llegó al postulado popular que dicta que la mujer que se ama a sí misma usa lencería, nunca ropa holgada y/o poco atractiva.

Si esto es cierto, entonces la femineidad y el amor propio de las mujeres son proporcionales al metraje de encaje y telas sintéticas con las que se adornen desde adentro. ¿Es así? No. Una mujer que usa lencería no necesariamente se aprecia a sí misma en su totalidad, y una mujer que no lo hace tampoco es un producto femenino devaluado que no se digna a resaltar. De nuevo la dualidad nociva.

Hay quienes (cual Constance Chatterley) defienden el uso de ropa interior provocativa como un indicio incuestionable de autoaceptación y comodidad con el cuerpo, mientras la verdad es más compleja y tiene mucho que ver con la influencia de factores que impulsan el consumo compulsivo de sexo light como la pornografía o la publicidad. Y no, no estoy arremetiendo contra quienes vistan o no esta u otra clase de ropa íntima: lo inadmisible es el equívoco donde el amor propio de las mujeres es vendido a través de copias fraudulentas de Victoria’s Secret. Hay escasa o nula relación entre la autovaloración y el cajón de las pantaletas.

Hace unos días alguien me dijo: «Mujer, quiérete un poquito. Usa lencería, no vistas carpas de circo». No pude contestar. Pensaba en El amante de Lady Chatterley.

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