Viaje al corazón de La Habana


Leonel González De León_ Perfil Casi literalPara acercarme a un autor, nunca lo abordo por su obra más reconocida sino que me gusta acceder por las bandas. Por eso fue que para leer al cubano Leonardo Padura dejé pendiente El hombre que amaba a los perros y escogí La neblina del ayer (2005), una obra intermedia, pues aunque el personaje central sigue siendo Mario Conde, la novela no pertenece a la tetralogía donde este funge de investigador, pero es el protagonista rebosante de humor e ironía: «siempre he dicho que soy un comemierda, con diploma y varios postgrados. Y ayer saqué el máster.  Hoy voy a buscar el doctorado».

La novela está dividida en dos partes que, aunque tienen nombres propios, yo las renombraría como la parte «del hambre» y la parte «lumpen». La primera, gira alrededor de la aparición providencial y el posterior destace de una biblioteca de libros incunables publicados durante los siglos de la Colonia Española para venderlas y, con las ganancias, paliar la miseria de los dos ancianos decadentes que la tenían a su cargo. Estos la ponen en manos de Conde y de su escudero, Yiyi el Palomo.  También es un paseo por la historia de las joyas impresas a lo largo de la historia de Cuba y una oda al oficio de librero antiguo: «Cada biblioteca en venta era siempre una novela de amor con finales infelices».

La segunda parte arranca con la descripción del esplendor habanero de mitad del siglo pasado, justo antes de la llegada de Fidel y los barbudos. Aquí se detalla la vida en los cabarets poblados de dandis norteamericanos que regentaban negocios turbios en la isla, siempre acompañados de mulatas irresistibles. Y en un parpadeo, esa crónica, que parece ser una adaptación del Crack-up de Francis Scott Fitzgerald al bolero y al chachachá, se convierte en un viaje al corazón de las tinieblas de La Habana del presente, donde, dada la migración y el hacinamiento propio de la capital de un país subdesarrollado, la fauna humana se encarniza en la lucha cotidiana para paliar la escasez a través del contrabando de medicamentos ausentes en las farmacias, licor clandestino, perros de pelea, drogas de distinto calibre, habitaciones en renta por minuto, hora o día y cuerpos de alquiler para cualquier demanda erótica.

Más allá del planteamiento policíaco donde la desaparición de una cantante en la cumbre de su estrellato se convierte en la obsesión de Conde ―al tiempo que es la pieza que desata el nudo de la novela―, lo más sabroso de esta lectura fue un rasgo muy cubano que planea sobre las páginas de libro: el desenfado ante la vida, siempre permeado de ron, sudor y mucha hormona: «Así como usted me ve, hecha un guiñapo humano, viviendo en este solar de mierda, todavía sigo pensando que la vida siempre ha sido generosa conmigo. Muy generosa. Me ha dado sus latigazos, como a todo el mundo, algunos bien duros, pero me ha permitido ver y disfrutar lo que otros no pueden ni soñar aunque vivan dos siglos sin dormir una sola noche».

Después de vivir siete años en la capital cubana y de haber recorrido los recovecos donde se desarrolla la historia (porque era el barrio asignado en mis trabajos universitarios), la novela me resulta no solo familiar sino también hogareña en cuanto a la comida, el habla de los personajes y las pequeñas batallas para conseguir cualquier cosa, todo descrito con precisión y crudeza (y que afortunadamente no le han costado el pellejo al autor que sigue viviendo en la isla). Y la lectura también me hizo sentir otra vez, con un gusto enorme y mucha nostalgia, como si pasara las noches caminando por los barrios habaneros hasta amanecer. Mucho de lo que se describe del descalabro social de la ciudad es desafortunadamente cierto, pero sin que esto sea un defecto cubano sino algo que sucede en la capital de cualquier ciudad subdesarrollada que termina siendo hogar de miles de migrantes del interior en busca de oportunidades que muchas veces no encontrarán, y si aparecen, suelen evaporarse de prisa, como los charcos después de un aguacero en la Habana. Mario Conde lo describe así: «Tengo la impresión de que esta ciudad está cambiando demasiado rápido y que yo le he perdido el pulso».

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