Bolaño, Los detectives salvajes y dos elefantes blancos en la habitación


Noe Vásquez Reyna_ Perfil Casi literal.jpgDetrás del tequila, la marihuana, del filo y el golpe del ladrón con hambre, del vagabundo sin techo, del migrante perdido en sí mismo, del sexo no placentero, se encuentra un pretexto para la literatura. La poesía requiere otros pretextos, requiere de vitalidad y vísceras que deben recolectarse en las esquinas del mundo y en los rincones más viscosos del sí.

Yo tenía 15 años cuando estos monólogos, crónicas, recuerdos, casi entrevistas y fragmentos de diario se publicaron en forma de novela. Después de veinte años de la publicación de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, escarbar en este denso y potente libro es ir descubriendo cómo Latinoamérica fue construyendo sus propios caminos tortuosos para hacer y publicar literatura.

México funciona en la novela como escenario medular, está tan cerca y es espejo de nuestros fantasmas históricos. De esta monumental obra, por sus más de 700 páginas, quiero rescatar dos temas; solo dos entre los miles de microcosmos que pincela Bolaño en su investigación salvaje.

Primer elefante: lo adolescente como desdoblamiento del ego poeta

Se esconden detrás de las palabras las lecturas de los “yo” adolescentes que se empeñan en llamarse a sí mismos poetas. Este adolescente eterno que siempre pareciera ser tan masculino, tan macho latino, se nombra, se dibuja a sí mismo desde su nada, desde lo humano tierno y precoz, con su ignorancia a cuestas que no puede disimular, como ese diario de Juan García Madero con el que empieza el libro, para adentrarse también con emoción e ingenuidad en mundos dispersos, perversos y agonizantes.

Los tiempos en que arranca la novela quizá nacieron con muertes y violencias, que hermanan las décadas del 60 hasta bien entrados los 90, y que abraza y explica talvez a la América Latina que hoy, en 2018, pareciera que da pasos hacia atrás, entre dinosaurios: «En realidad, estábamos muy ocupados trabajando e intentando sobrevivir», dice un tal Felipe Müller en 1978. En 2018, también sobrevivimos.

Hará ya años cuando leí a un escritor ―salvadoreño, si no estoy mal, y cuyo nombre no recuerdo― que afirmaba que la literatura en este cordón umbilical que algunos intentan llamar región centroamericana no lograba salir de su adolescencia porque figuraba lo breve, el «yo» y la poesía, ese espacio de confort donde la crítica no permea tanto y los límites pueden ser cualquier cosa. Donde se escribe poemas a meseras que te follas en la alacena, como Madero; donde se quiere publicar a fuerza esa tan ansiada revista para renovar completamente la poesía a la que se precede, como lo intenta fallidamente Font… Y a la larga es solo ese infalible ego poeta.

«La modernidad es una idea», escuché hace poco; es decir, que la modernidad no es una época ni un grupo humano; y nunca podremos ser tan modernos como los modernos de hace 50 años o los hijos de los hijos que lean a Bolaño; tampoco serán tan modernos como nosotros mismos porque solo es una idea.

Esta adolescencia de la que escribe Bolaño sigue vigente en nuestra modernidad. ¿Por qué? Quizá porque los lectores escribientes (o no escribientes) pueden identificar sin artificio esos inicios-ilusiones, esos proyectos-pasión con esos círculos peripatéticos, como diría Merlí (una buena recomendación de Netflix), que vagabundean mientras reflexionan y resuelven los enigmas de la vida como el amor y el desamor.

Por una parte critico a esa adolescencia que le cuesta crecer, aterrizar y escribir algo más arriesgado que deje el ombligo, pero jamás podré criticar las sensaciones que esa sangre vital ofrece. Aquella que arranca aunque sea un «minuto-saliva», un «momento-mirada», un «latido-desvanescente» que tiene la ilusión de eternidad. No criminalizo al adolescente, aclaro; solo pregunto por los grandes novelistas modernos de Centroamérica (los ausentes) si decimos que Bolaño nos ha marcado.

Segundo elefante: La visión femenina para el realismo visceral

Manuel Maples Arce como personaje en la novela de Bolaño dice que los real visceralistas eran «huérfanos de vocación» y Rafael Barrios, quien en su momento integraba el grupo, afirma que «somos el ejemplo de lo que no se debe hacer».

En una de las partes más eróticas de la novela, con intensidad homoerótica muy hilada y explicativa de lo que era el realismo visceral; está narrada entre sexo y conversaciones por Luis Sebastián Rosado, el enamorado de Piel Divina. En la última comunicación de estos amantes, Piel Divina concluye que todos los que conformaron el grupo del realismo visceral «se estaban volviendo locos de una forma lenta pero segura».

La esquizofrenia es una constante durante toda la novela. Hay una Latinoamérica convulsa detrás de estos fragmentos de historia, quizá por ello la diáspora, la huida y la locura; y aunque no es protagonista, resulta ser el elefante blanco en la habitación. Quienes tienen mayor profundidad para nombrar a ese elefante y la realidad que envolvía a los real visceralistas eran los personajes femeninos en términos literarios; las mujeres en términos viscerales. Desde las meseras y extranjeras que mantenían a los poetas para que estos tuvieran el tiempo para leer y escribir (me pregunto si el aparataje femenino aún es el respaldo para que muchos escritores hombres hagan su trabajo hoy) hasta las mujeres que narran su visión de ese mundo de poetas y mendicidad.

Para nombrar algunas de ellas que llaman y marcan mi atención, encabezan la lista las hermanas María y Angélica Font, que van perdiendo fuerza poética y privilegios, que pasan de estrellas porno-poéticas a seres humanas. Por otro lado, la testigo uruguaya Auxilio Lacouture (que me encanta) tiene la claridad en un momento crítico cuando allanan la UNAM para pensar en la vanidad de la escritura y la vanidad de la destrucción. «Pensé: porque escribí, resistí. Pensé: porque destruí lo escrito me van a descubrir, me va a pegar, me van a violar, me van a matar. Pensé: ambos hechos están relacionados, escribir y destruir, ocultarse y ser descubierta», dice Lacouture.

Relacionar la creación con la resistencia y la destrucción con la vanidad no es cualquier cosa: eso es poesía.

Más adelante, el testimonio de Xóchitl García marca la posibilidad de crecer personal y escrituralmente a pesar de lo duro de un suelo contaminado de marginalidad. La desidia de Edith Oster me recuerda que los protagonismos no tienen cabida en los suicidios colectivos. La cotidianidad de Bárbara Patterson me recuerda que los feminismos aún no llegan, después de veinte años que cumple el libro, a tierras poéticas fértiles en donde predominan los hombres. Y así podría detenerme en las periferias de los personajes, esas periferias que se mueven durante la búsqueda de un mito que no es otra cosa que los enigmas de otra mujer: Cesárea Tinajero.

Quizá debamos releer a Bolaño y darle a su investigación salvaje otras sacudidas para preguntarnos qué huellas hemos perseguido ya que peripatéticamente podríamos preguntarnos si seguimos haciendo literatura adolescentemente y/o si las mujeres siguen teniendo la parte más visceral cuando se trata de escribir.

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