Prohibido comer en el teatro


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgRecuerdo las primeras ocasiones en que fui al teatro: mis padres me llevaban a obras infantiles los domingos por la mañana y me divertía mucho viendo las enérgicas coreografías, los disfraces saturados de brillantina y las exageradas actuaciones que daban vida a mis cuentos favoritos. Después de los once años comencé a interesarme por la ópera, Shakespeare y la mitología (por supuesto, como todas las niñas populares) y les suplicaba a mis padres que me llevaran al teatro para experimentar la agonía de Violeta Valery, la doma de la Fierecilla y la crisis de Edipo Rey. Lamentablemente, las carteleras tenían otro tipo de oferta.

Para empezar, la mayoría de las producciones anunciadas en los periódicos estaban montadas en restaurantes y bares. Sus afiches tenían personajes caricaturescos y títulos en doble sentido. ¿Las historias? Realmente no importaban. Muchas de estas comedias eran simplemente secuencias de chistes y malentendidos basados en el cliché: insinuaciones homoeróticas, insultos sexistas, racismo para todos los colores excepto blanco. Los actores hablaban con voces chillonas y se desenvolvían con la misma naturalidad de la Coca-Cola Light. La gente se reía a carcajadas, pedía rondas de cervezas y les contestaba los parlamentos a los protagonistas. Con el tiempo entendí que ese es el arte escénico como lo atesora mi país: una maraña del absurdo para distraerse como lo hacíamos cuando éramos niños, gritando y bailando con el payaso de la primera comunión.

No hace mucho me encontré en el restaurante que aloja ―o alojaba, pues no sé si aún esté en cartelera― la producción La casa de doña Alicia. Ordené un par de cervezas mientras media docena de actrices disfrazadas como flappers de la década de 1920 merodeaban en personaje, simulando una visita al prostíbulo más caro, incómodo y triste que podría existir. La obra en cuestión era un tributo (o más bien una parodia) a la escena risqué que le paraba el pelo a mi difunta abuela y que todos habremos visto en las películas Cabaret o Showgirls o en sus representaciones más light como en Chicago y Burlesque. Realmente no hay una trama sino una serie de estampas con la colaboración del público: una lección sobre sexo oral con postres, un monólogo sobre el abuso infantil, una serie de insinuaciones entre los personajes y cinco números de baile cada vez menos pudorosos. La obra depende del escándalo para preservar la atención de su público: simula provocar, pero en realidad solo distrae. De hecho, el monólogo trágico provee un incómodo momento de legítima actuación cuyo tema es obliterado por la supuesta comedia. Al final, la gente vino a lo que vino: a reírse de la sexualidad femenina, a ver carnes emperifolladas y a comer y libar con gusto. Y debo aplaudirle a la producción de Doña Alicia porque dio justo en el blanco de cómo sangrar el dinero del «guatemalteco culto».

Los restaurantes-teatros son una fabricación clasemediera para una cita adulta, más sofisticada que el cine y la comida rápida. Persiguen al público mayor que puede desembolsar al menos Q500 (aproximadamente unos $70 dólares estadounidenses) en boletos y cena pero cuya madurez artística es igual a la de los niños.

Estas obras existen porque corresponden con la demanda y, mientras no exista una educación más consciente en nuestro país, sus producciones mediocres son las únicas opciones de trabajo para muchos colegas. Porque créanme que si una producción intenta trasgredir y cuestionar a su audiencia, seguramente habría filas de asientos vacíos y miles de quetzales en pérdida para sus organizadores. Supongo que esto podría remediarse si los medios nacionales no cancelaran los programas dedicados al arte o si se fortaleciera un pensum de apreciación estética.

Pero de nuevo, este es el país donde la educación musical fue eliminada de la malla curricular y donde los directores constantemente deben recordarle al público que deben guardar silencio y abstenerse de comer durante la función.

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1 Respuesta a "Prohibido comer en el teatro"

  1. Marvin Ventura dice:

    Lamentablemente en nuestro pais no valoramos el buen teatro, triste pero cierto.

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