Crear arte como si el ciudadano importara


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalEs doloroso ser economista y artista. En mi caso, la Lupita Ferrer que llevo dentro hace de esta diversificación de identidades una tortura. Mientras que el economista de entrenamiento se amarra a límites presupuestarios, el dramaturgo de a puño sueña con un Teatro Nacional de cristal aunque aún existan ciudadanos durmiendo en cuartos halados por hojas de zinc. Mientras que el administrador público se obsesiona con estudios de factibilidad, el gestor cultural aplaude proyectos que traen a los trópicos guadalupanos pianistas de cualquiera de las dos Coreas para hacer de la música poesía, aunque estos eventos atraigan casi exclusivamente a otros pianistas.

Como con cualquier otro conflicto interno, he aprendido a manejar, aprovechar y hasta divertirme con estas multitudes que llevo dentro. Pero la noticia de que el Instituto Nacional de Cultura de Panamá ha firmado un acuerdo para continuar con un proyecto de más de 50 millones de dólares para construir la fantásticamente llamada «Ciudad de las Artes» en la ciudad de Panamá, ha acentuado mis achaques internos.

Por una parte, el gestor cultural ve en la Ciudad de las Artes la oportunidad de crear un centro de excelencia artística. El dramaturgo siente que el Ballet Nacional y la Orquesta Sinfónica finalmente tendrán un lugar digno donde ensayar, explorar nuevos proyectos y proyectarse frente a un público que ―¿por qué no?― merece una oferta artística de alto nivel. Pero al economista aún le asombra que, como política pública en Panamá y en gran parte de Latinoamérica, aún supongamos que con montar tarimas y construir edificios hacemos arte y cultura. En efecto, en su más reciente discurso ―después de su más reciente tinte de cabello―, Nito Cortizo, candidato presidencial del partido menos derechista de Panamá, resumió su política cultural a punta de pico y pala: «construiremos nuevos centros culturales por todo el país», dijo, añadiendo la pausa de rigor para recibir el ensayado aplauso de sus feligreses políticos.

Esta obsesión con cemento y grúas kilométricas tiende a olvidar lo que realmente importa (los ciudadanos), y a esconder los altos costos de oportunidad de este tipo de inversión.

La idea original, hace ya casi diez años, de construir una Ciudad de las Artes no respondía a un reporte evaluando la infraestructura física de, por ejemplo, las veintitrés escuelas públicas de arte, ni los dieciocho museos regionales, ni la decena de teatros y espacios culturales existentes. Los dirigentes políticos de ese entonces no consideraron necesario hacer tal análisis. Para la aprobación original de un proyecto multimillonario no se hicieron consultas para entender cuál es el tipo de oferta cultural que el ciudadano está buscando, ni dónde le gustaría recibirla, ni cómo.

¿Cómo podemos pensar en invertir el dinero de los contribuyentes en la creación de un centro a este nivel sin entender la experiencia y necesidades culturales y artísticas de los ciudadanos? ¿Con qué cara podemos felicitarnos dentro del sector cultural y artístico por este proyecto cuando las escuelas de arte de las provincias han venido suplicando por décadas que se les dé mantenimiento a los pupitres y les manden el papel higiénico a tiempo?

Como contribuyentes dejamos que nuestros políticos sigan invirtiendo millones de dólares en proyectos culturales y artísticos que no maximizan su retorno social. Esto es patético pero justificable si entendemos que no existe ni la información ni la voluntad política para ejecutar los procesos necesarios para evaluar la inversión cultural de esta manera.

Pero como artistas no tenemos excusa por nuestro descaro: seguimos exigiendo que se invierta en la cultura, pero lo que queremos en realidad es que se invierta en nuestros propios sueños y aspiraciones artísticas sin importar si asiste o no público a nuestras obras de teatro experimental, o si el público maneja los códigos para apreciar nuestra exhibición de esculturas de hormigón, o si nuestra revolucionaria pieza de danza clásica duerme a toda la fila B. Creemos fervientemente que son los ciudadanos los del problema: que ellos son los ignorantes, los que no han leído los libros que nosotros gozamos gracias a nuestro privilegio, que ellos se lo pierden si no entienden nuestro arte que tanto nos duele cagar, y que tenemos el derecho ―que nos concede el arcano duende del talento― de hacer realidad nuestros proyectos aunque solo se beneficien unos cuantos.

En un par de años, si el próximo gobierno no detiene el proyecto, tendremos una Ciudad de las Artes en la ciudad de Panamá. Sin duda, a cualquier artista le llenaría de emoción y orgullo tal logro. Pero a la vez tememos que expulsar a la Lupita que llevamos dentro y meterle mente fría y transparente a ese edificio (y a toda la inversión pública en la cultura y las artes, en cualquier país de este trópico guadalupano).

Para que más ciudadanos expresen y experimenten su identidad cultural, incluyéndolos a ustedes compañeros artistas, hay que emplear rigurosos procesos de planificación en los que no solo nosotros contribuyamos con nuestro conocimiento y experiencia sino donde también el resto de los ciudadanos pueda colaborar con sus ideas y necesidades.

Así como pedimos que la inversión pública en salud y educación se lleve a cabo de manera transparente, los profesionales del arte y la cultura debemos exigir que cada centavo de inversión pública en nuestro campo beneficie a los ciudadanos que hoy son excluidos por motivos sociales y económicos. Como diría un poeta por ahí: somos grandes, compañeros, contenemos multitudes, lo que nos hace capaces de crear arte como si el ciudadano importara.

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