Ni Castro ni Pinochet


Darío Jovel_ Perfil Casi literal«América es ingobernable». Cuando Simón Bolívar pronunció esta frase no se imaginaba que la historia tardaría muy poco en darle la razón. En países como los nuestros, las ideas democráticas han comenzado a calar profundo dentro de la conciencia social, no obstante, sigue existiendo un gran porcentaje de personas que no considera a la democracia como una parte esencial dentro del orden político. En Latinoamérica esto puede entenderse por la inseguridad que lleva décadas siendo una constante en la región y por un recuerdo casi nostálgico de «los tiempos del general X o el coronel Y», unos tiempos donde dicha inseguridad no existía y todo estaba bajo un aparente orden.

Esta línea argumentativa sigue por varios temas que buscan realzar la imagen del dictador que, aunque quiera negarse, sigue siendo un símbolo de poder y liderazgo atractivo para muchos latinoamericanos. Muestra de ello son las últimas elecciones presidenciales en Brasil, donde un candidato tomó el atrevimiento de decir que el peor error de la dictadura militar fue torturar en vez de matar, que dar un arma a cada ciudadano terminaría con la violencia y que amenazó con violar a una diputada en plena sesión legislativa. Él obtuvo la mayoría de votos en la primera vuelta y en la segunda aspira a ganarse la fe y el cariño que suele tenerse hacia los líderes autoritarios.

Trujillo en República Dominicana, Videla en Argentina o Hernández Martínez en El Salvador son ejemplos históricos de dicho fenómeno. Todos ellos son gobernantes a quienes la población aprecia, alabando la seguridad que se respiraba en las calles sin considerar la violencia que ejercía el Estado sobre los civiles, la cual, si hacemos cuentas, resultó siendo peor que la cometida por grupos delictivos en tiempos de democracia. La violencia es una de las tantas manifestaciones del poder que, como bien diría Foucault, «nunca se posee, solo se ejerce».

Existieron dos grandes dictaduras donde los partidarios de una son detractores de la otra. Hablamos de Castro en Cuba y Pinochet en Chile, siendo la primera el comienzo de una serie de revoluciones socialistas pagadas con dinero soviético y la segunda la columna vertebral del «Plan Cóndor» elaborado y financiado por Estados Unidos para servir de freno a las primeras.

A Castro se le reconoce por el sistema de salud y educación cubano, por enviar médicos a países en guerra y por servir de faro cultural en las décadas de 1960 y 1970. Pinochet, por su parte, puso en marcha el modelo económico más efectivo de todo el hemisferio sur y dotó a Chile con una de las calidades de vida y PIB per cápita más altos del continente. Lo que suele dejarse en el tintero son los muertos y los presos políticos de uno y otro bando, los miles de chilenos que perdieron su vida intentando cruzar los Andes o las balsas improvisadas llenas de cubanos y de sueños hacia las costas de la Florida. Si bien ambos tuvieron a sus intelectuales que les apoyaron en mayor o menor medida (García Márquez a uno y Borges al otro, por mencionar algunos) también hay nombres y apellidos de quienes tuvieron que recurrir al exilio o directamente fueron asesinados en sus propios países por cometer el gravísimo error de pensar por sí mismos. Estos fueron los casos de Carlos Montaner, hijo de revolucionarios cubanos que abandonó La Habana luego de recibir amenazas de muerte desde el gobierno por pedir que en la universidad se estudiara otros postulados económicos más allá de los marxistas, o Víctor Jara, músico chileno asesinado por hacer uso de la libertad de expresión con su arte. El primero salió al exilio, mientras que el segundo se quedó y fue asesinado.

Si bien las malas acciones no desprestigian las buenas, tampoco las buenas justifican las malas; pero si de algo puedo estar seguro es que todas estas obras no eran imposibles de realizar bajo un contexto democrático, que no había un porqué para sacrificar a esos muertos o a esos presos políticos por buen sistema de salud pública o por una economía próspera. Muestra de ello han sido Costa Rica y Uruguay, dos países cuyos gobiernos democráticos han instaurado modelos educativos, económicos y sanitarios que sirven como ejemplo para el resto del continente.

Los médicos cubanos, con Castro o sin Castro, hubieran sido esos mismos médicos; porque los economistas chilenos, con o sin Pinochet, hubieran sido esos mismos economistas. Porque de nada vale una economía en alza o un gran sistema de salud cuando no se puede jugar, cantar, hablar o llorar —donde uno quiera, cuando uno quiera y por quien uno quiera— por miedo a que un fusil venga a silenciar el juego, el canto, las palabras y el llanto. Porque los últimos días de gobierno de Castro y Batista no fueron muy distintos, porque Pinochet le puso fin al gobierno de Allende alegando que este se convertiría en una dictadura, una situación casi onírica.

Argumentar que existen unas dictaduras mejores o «menos malas» que otras es pecar de ingenuidad porque todas, sin importar sus colores u orígenes, ponen punto final a la libertad individual, Y una vez que la libertad muere también lo hace la justicia.

Dar o intentar dar justificaciones de un régimen autoritario es faltar al respeto a todos los que en Él perdieron la vida o se exiliaron para poder decir, desde afuera, lo que su propio país le negaba. Se puede, y nosotros mismos lo hemos demostrado, salir adelante sin pasar por encima de nadie más: esa es la base del desarrollo y del progreso. En estos tiempos que corren es necesario luchar juntos por una América libre, sin Castros ni Pinochets.

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