País de Daltones


Darío Jovel_ Perfil Casi literalNo hay amor más puro, más sincero, más memorable y más trascendental que el amor hacia una idea —o una serie de ideas— nacida en la cabeza de alguien a quien nunca se conoció, pero que, de cierta forma, se conoce perfectamente (la contradicción es intencional). Y aunque las barreras del tiempo y el espacio, o las ficticias hechas por los hombres entre trozos de tierra llamadas «naciones», nos alejen de aquellos pensadores convertidos en científicos, artistas, novelistas, ensayistas, filósofos, activistas y poetas, lo cierto es que las inagotables fuerzas del lenguaje y la literatura nos acercan a ellos y nos permiten conversar como si los tuviéramos a la par; un poder compartido entre la palabra y la memoria que supera a la misma voluntad de la muerte.

Gracias a esa fuerza pude conocer a Roque Dalton en 2015, 40 años después de que fuera traicionado y asesinado. Un libro suyo titulado La ventana en el rostro llegó a mis manos y entre aquellos poemas sin rima ni métrica encontré una voz que parecía seguir tan viva como al inicio, una que se negaba a morir en el olvido de toda una sociedad o entre los anaqueles perdidos de literatura salvadoreña, sumergidos en lo más profundo de la insignificancia para con la agenda cultural de todos los gobiernos hasta la fecha.

Se ha dejado de lado el legado que Roque nos heredó y sus asesinos siguen libres atribuyendo su muerte a unos «errores de la juventud». Por momentos me siento impotente y asombrado al ver cómo el escritor más grande que jamás hemos tenido en El Salvador no figura en los museos y sus obras no están entre las lecturas del CNB del Ministerio de Educación, pero un día logré ver un grafiti de Roque acompañado con su frase célebre: «Hace frio sin ti, pero se vive», mismo que figuró en un documental de Paco Ignacio Taibo II, y ahí aprendí de nueva cuenta que Dalton no estaba hecho para los museos o los eventos de alta alcurnia. Él seguía revelándose de la misma forma ilusa e ingenua en que lo hizo durante su juventud: pensado que tenía idénticas habilidades como poeta y soldado, y que podría cambiar a todo su país sin derramar, en el proceso, la sangre que implica una guerra. Me di cuenta de que aquella voz no pudo ser ahogada en 1975 ni lo será nunca, no mientras los mismos problemas del pasado se presenten todavía hoy pero con distinto empaque.

Entre una suerte de poemas y ensayos, Dalton buscó retratar a un país entero, pero no pudo, por eso buscó retratarse a sí mismo y ahí encontró la imagen del país que se le mostraba difusa en el pasado.

País mío no existes

sólo eres una mala silueta mía

una palabra que le creí al enemigo.

En sí mismo descubrió un espejo para una sociedad que sufría los estragos de su propia historia, la misma en la que se le negó formar parte como escritor, conformándose solo con cargar sus consecuencias. Dalton escribe y libera, hace eco de sueños frustrados con el pasar de los lustros y las décadas y su heroísmo está impregnado con fragmentos de cobardía. Él se cuenta a sí mismo y a todos salvadoreños, con las actitudes y aptitudes que formalmente nos caracterizan, pero sin ignorar los defectos, los errores y las malas costumbres que arrastramos en nuestra genética. Dalton nunca olvida los defectos que forman parte de nuestra identidad y que nos sirven como garantía de nuestra humanidad y de nuestro finito camino sobre la tierra. El país que construye a cada paso se entiende mejor a sí mismo y aspira a ser mejor con el amanecer que le aguarda.

A Roque lo mataron porque su inteligencia resultaba incómoda aun para quienes aseguraban compartir sus mismos ideales, aunque les fuera inevitable verse frente al espejo de su poesía. Hablo de los que no podían creer que esos defectos realmente existieran en el país y en sí mismos, y cuya causa no era tan pura como se imaginaban. La línea entre libertadores y opresores es más fina de lo que creemos. «¿Para qué debe servir la poesía revolucionaria? ¿Para hacer poetas o para hacer la revolución?»

Mataron al hombre, pero el poeta sigue vociferado entre las calles del país que pintó desde una máquina de escribir. Al principio pensé que Roque era un fantasma del pasado que solo podía recordarse por medio de sus libros, pero me doy cuenta de que sigue vivo, en mayor o menor medida, dentro de cada uno de los suyos; pues a pesar de que algunos ya no lo lean, y aunque algunos ni siquiera lo conozcan, todos comparten gran parte de sus ideas y convicciones. Lo conservan con esa forma de amor tan noble como lo es amar a una idea, pues El Salvador, aun sin darnos cuenta, es un país de Daltones.

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