La cultura excluyente del casting


LeoNada tan fuera de la realidad como pretender que el medio escénico de la ciudad de Guatemala quiera equipararse a una especie de meca del espectáculo a lo Hollywood o a lo Broadway, donde unos actores de etérea belleza y de marmórea juventud en resistencia al paso del tiempo se pavonean por los bulevares, las plazas y los centros comerciales de la delirante urbe que nuestra imaginación prolija y engañosa de artistas ansía construir. No pude existir contraste más grotesco que el de esa estampa burguesa con el de nuestra realidad chapina a la Tórtrix, donde la mayoría de actores, directores y realizadores teatrales trabajan en el más cruel de los anonimatos, viviendo al día —cuando no en la miseria— y reciclando sus desgastadas producciones.

Por supuesto que se respeta el esfuerzo de muchos artistas que reman contra la marea en la coyuntura de miseria en la que vivimos, donde la cultura ya ni siquiera sirve para retórica del proselitismo político, pues a la mayoría de la población en realidad le importa un pepino la creación artística. Más bien es posible experimentar un sentimiento de agobio e impotencia al ver en lo que quedó convertido un remendado gremio teatrero que va desfalleciendo ante un ciudadano apático y con servil delirio hacia lo extranjero; y también ante instituciones que lo han dejado morir de inanición, cual si fuera un vástago no deseado.

Es lógico pensar que los delirios de grandeza —mezclados con fallidos intentos de escenificar una diversión vacua que emule el mismo espectáculo vacío y pequeñoburgués de otras latitudes— son una respuesta natural de evasión al presente crudo ante nuestros pies, un intento desesperado de negar el charco en el que nos precipitamos. En este contexto, entonces, no es extraño que una escuela estatal de actuación, la única que sobrevive a puras migajas como huérfana olvidada de un Ministerio de «Incultura» que desde años naufragó en su propio mar de burocracia, se vuelque hacia la tan jodida cultura del casting para decidir quién ingresa a ella y quién no, como diciendo que el arte debe ser competitivo, como retándonos a que nuestros actores se coticen lo más alto que puedan en una industria del espectáculo que, en el caso de Guatemala, es inexistente y, además, resulta hasta grotesca en este vacío cultural.

Quiero pensar que esta es una estrategia tomada por imitación o reflejo automático de un sistema educativo neoliberal que endiosa el libre mercado y gira en torno a él. Quiero pensar que las autoridades y docentes de esta institución pecaron de inocencia y cayeron, como lo hemos hecho todos en este medio, en uno de esos delirios de grandeza que ha construido el Star System en otros lugares y que acá nos queda como traje de payaso. Lo cierto es que al implementar evaluaciones de admisión y elegir de manera arbitraria y dudosa a los estudiantes que, desde la subjetividad de los evaluadores, tienen aptitudes para las artes escénicas, no solo están vedando el derecho de educación a muchas personas sino que también pueden llegar a producir un enorme daño psicológico y, prácticamente, hasta destruir una vida, no digamos una vocación.

Uno podría comprender por qué el Teatro de Arte de Moscú o el Actor Studio de Nueva York hace evaluaciones de ingreso a sus aspirantes: obviamente, las expectativas de mercado laboral son mucho mayores y la cantidad de interesados rebasa la capacidad de personas que una escuela de esta envergadura puede sostener. Además, por lo general, quienes se someten a estas evaluaciones son personas con experiencia y trayectoria escénica y no simples amateurs que no saben siquiera cómo pararse en un escenario. Pero que a un estudiante de nivel medio que jamás en su vida ha pisado un escenario se le diga que no tiene talento por una prueba que sepa bajo qué criterios de rigor ha sido estandarizada, y que a partir de ese instrumento se determine el talento de una persona… ¡Por favor! ¿En qué nube estamos parados?

Otro aspecto que valdría la pena preguntarse es qué entendemos por talento. Si bien podríamos dar por sentado de que existe y que lo vemos o no lo vemos en un actor sobre las tablas, ¿cómo lo podríamos definir? Pero, además, ¿será que el talento es un regalo natural que se trae en los genes o se puede conquistar con disciplina y tesón? ¿Cómo saber que una persona tiene talento para una profesión u oficio si nunca lo ha practicado? Claro que la cosa puede ser sencilla para ciertas profesiones donde se hace uso habilidades manuales muy puntuales, pero ¿en una disciplina artística que debería acercarse más al humanismo y que se aleja del trabajo automático podrá aplicarse esta regla? ¿O es que acaso somos tan inocentes para confundir el talento con eso que en el teatro se da en llamar «ángel» ―otra abstracción poco rigurosa―, pero que en nada tiene que ver con la capacidad interpretativa de una persona?

Aunque me apena decirlo, es necesario hacerlo: estas no son más que las lamentables consecuencias de haberles casi regalado el título de profesores a un montón de teatreros empíricos, y con esto no quiero menospreciar ni la experiencia de los teatreros ni las intuiciones acertadas de los profesores. Simplemente quiero resaltar que, si no se cuenta con un bagaje pedagógico sólido que fundamente las decisiones tomadas en el proceso de enseñanza y aprendizaje, se pueden cometer grandes errores y violentar los derechos de los estudiantes. Por suerte, las personas que sufren este tipo de discriminación pueden todavía denunciarla a instancias como la Procuraduría de Derechos Humanos, y ojalá que lo hagan, para bien de todos.

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